Jona Umaes

Colegas

Adán vagaba por el campo. Cuando divisaba a alguien se escondía y esperaba que pasara. Ya había tenido muchos encuentros desagradables. Todos salían huyendo horrorizados o le enfrentaban maldiciéndole.

 

¡Lárgate al infierno de dónde has salido! ¡Aquí no te queremos!

 

La vida era un suplicio de soledad y rechazo. Desde que fue consciente de su origen, hasta él mismo se horrorizó y maldecía a su creador. Paradójicamente le atraía la belleza de la naturaleza: El arroyuelo de agua cristalina, con hojas muertas viajando sin rumbo, o un pequeño pajarillo sobre la rama de un árbol, trinando con notas armoniosas, que le parecía ver flotar. Sólo los animales parecían no repudiarle. Se preguntó si no tendría más de animal que de hombre. El pajarillo se posó en su hombro y el leve contacto de las patitas finas le llenó de gozo.

Él era inteligente, le gustaba leer y tenía el don de la comprensión, de lo que carecía aquel hermoso pajarillo. Pensaba que aquel pequeño ser, en su simpleza, quizás fuera más feliz que él, sin rencor ni preocupaciones. Él, sin embargo, alimentaba a diario la caldera del resentimiento en su interior, amenazando explotar y desolar lo que hubiera alrededor. No, aquello no era vida. Y si él era desgraciado, no permitiría que su creador se fuera de rositas.

En esos pensamientos estaba cuando notó un tortazo en el cogote. Su cabeza apenas si lo sintió, pero el sonido que produjo, cualquiera hubiera pensado: “Eso duele”.

Se giró, pero no había nadie. Siguió caminando y de nuevo otro tortazo, esta vez acompañado de risotadas. Se volvió de nuevo sin poder ver al bromista.

 

¿Dónde vas tan apesadumbrado, cosa fea?

 

Se sorprendió de las palabras, sin boca que las emitiera.

 

¿Qué me pasa? ¿Estoy alucinando?

 

― ¿Eh, tú? ¿Es que no tienes lengua?

 

Sal de tu escondrijo, ¡cobarde!

 

Jaja, ¿Tan ciego estás que no me ves?

 

Comenzó a dar vueltas, dando manotadas al aire en todas direcciones hasta que topó con algo.

 

¡Ayyy! ¡Animal! ¡Que me vas a hacer saltar los empastes!

 

¿Qué eres? ¿Un fantasma? ¡Déjate ver de una vez!

 

Tras unos instantes, salió tras el tronco de un árbol una persona, o algo parecido. Tenía la cabeza cubierta con gasa. Llevaba gafas oscuras y un hueco por boca.

 

¿Qué tal? Me llamo Griffin, ¿y tú?

 

Yo, Adán. ¿Qué te pasa en la boca? ¿El gato te ha comido la lengua y sus alrededores?

 

Muy gracioso. Es una larga historia. ¿Y tú? ¿Por qué eres tan feo?

 

Como te sacuda, igual te quedas también sin sesera.

 

¡Tranquilo hombre! La franqueza es mi perdición. No me lo tengas en cuenta.

 

Bueno ¿Y no te han dicho que es de mala educación hablar con gafas de sol, y más cuando estamos a la sombra?

 

Griffin se quitó las gafas y asomaron un par de agujeros.

 

¡La leche! ¡Estás hueco o qué?

 

Sí, literalmente, cuando estoy vestido. Verás, mi problema es que soy invisible. Era científico y tenía la ilusión de conseguir la invisibilidad de las cosas. Practiqué conmigo mismo, pero por mucho que lo intenté, no supe revertir el proceso. Y aquí me ves, o no, jaja.

 

Y yo quejándome de lo mío. No quisiera estar en tu lugar. Aunque pensándolo bien, igual estaría bien. Así pasaría desapercibido.

 

¿Por qué dices eso?

 

Verás, soy como un muerto viviente. Técnicamente me hicieron de carne muerta. Mi creador tuvo ese capricho. Pero sin mucho gusto, ya ves. Ahora todo el mundo adora estar lejos de mí.

 

Bueno, ya ves que yo no huyo. Me caes bien. Tú y yo podríamos hacer grandes proezas.

 

¿Como qué?

 

Pues, trucos de magia. Por ejemplo, me subo en tus hombros y abro un paraguas. Un efecto sorprendente. Quizás en algún circo. En ellos suele haber gente especial, como tú y yo, con habilidades y esas cosas.

 

No es mala idea. Pare ser alguien sin sesera se te ocurren buenas ideas.

 

No te equivoques. No solo existe lo que se ve.

 

Así partieron en busca de algún circo donde poder trabajar y les aceptaran como eran.

 

El hecho de haber encontrado una amistad, le hizo olvidar sus deseos de venganza. Las casualidades no existen. Las cosas ocurren por algo. Y si cada niño nace con un pan bajo el brazo, quizás él también nació con un buen pan cateto bajo el suyo, ya que vino al mundo crecidito.

No tardaron en encontrar un circo donde les contrataron para hacer números de magia. En el circo trabajaban personas con deformidades terribles y otras con cualidades inverosímiles. Allí Adán se sintió uno más. Encontró lo más parecido a una familia y un hogar. Con su amigo Griffin, la vida se tornó dichosa. Gracias a ese encuentro, o desencuentro, según se mire, encontró su camino y una razón por la que vivir.

Pasó el tiempo y el destino quiso que el circo se desplazase al lugar de residencia de Frankenstein, su creador. Él tenía familia y acudiría al circo con sus hijos para pasar un buen rato.

Aquella noche fue especial. Tras muchos números circenses el maestro de ceremonias presentó el espectáculo de magia de Adán y Griffin. Cuando Frankenstein vio a Adán en la pista, le dio un vuelco el corazón. No podía creer lo que veía. Allí estaba su criatura, su hijo, haciendo trucos de magia. Adán no podía verle entre tantas personas, en la penumbra de las gradas. Se emocionó como un padre que ve a su hijo graduarse o ser alguien en la vida. Se sintió avergonzado por haberle abandonado y una profunda aflicción le estrujó el corazón hasta producirle dolor.

Terminó el espectáculo y la masa de personas salió de la carpa como miel derramada de bote. Cuando Frankenstein y sus hijos lograron apartarse de aquella multitud, éste preguntó por la caravana del mago.

 

Llamó a la puerta con los nudillos. Ésta se abrió por arte de magia.

Desconcertado, se aventuró a entrar con sus dos hijos.

 

¿Hola? ¿Hay alguien?

 

El habitáculo estaba oscuro. Al fondo de la caravana había un espejo amplio con focos de luz y dos sillas. En una de ellas estaba Adán y la otra estaba vacía.

 

Papá, ¡tengo miedo!, dijo uno de los niños.

 

Tranquilo Carlitos. Vais a conocer a alguien muy especial.

 

La puerta se cerró sola tras ellos. Los niños pegaron un respingo y se agarraron fuerte a su padre. Adán se giró y su mirada quedó fija en la de Frankenstein.

Tras unos segundos de silencio, Adán dijo:

 

¡Padre!

 

¿Sabes hablar?

 

Hablar, leer, escribir y muchas otras cosas. Hiciste un buen trabajo dotándome de inteligencia. Pero tú no podías saberlo porque me abandonaste asqueado. Y llegaste más lejos aún. También puedo sentir, como cualquier persona.

 

El rencor, tiempo atrás enterrado, afloró como un cardo, dañándole las entrañas. Su ira aumentaba por momentos.

 

Griffin, ¡no hagas nada!

 

¿Cómo?, dijo el padre.

 

¿A qué has venido?

 

Cuando te he visto en la pista, me he sentido muy mal, pero al mismo tiempo te miraba con orgullo de padre.

 

¿Orgullo? Todo lo que sé lo he aprendido por mí mismo. Tú no has hecho nada. Sólo darme la vida ¿Abandonarías a tus hijos como hiciste conmigo? ¿Acaso yo no necesitaba educación y cariño? Me arrumbaste como a un perro en la cuneta.

 

El padre, herido por los dardos de reproche, no tardó en derrumbarse.

 

Perdóname. Estaba asustado. No conocía el alcance de mi creación. No pensé que pudieras, si acaso, ser inteligente.

 

Dio unos pasos precipitadamente hacia Adán y le abrazó, sollozando como un crío, avergonzado y arrepentido de su inquina. Los hijos le miraban atónitos, abrazando a aquel monstruo.

 

Adán se sorprendió de la reacción del padre. No sabía qué hacer. Nunca le habían abrazado. No sabía qué era aquello. Pero sí que su padre lloraba y sufría. Esos sentimientos los conocía muy bien. Le imitó en el gesto y lo abrazó a su vez.

 

¡Ya lo tengo!, pensó. Ahora le estrujaré y reventaré como un globo de agua. Y así lo hizo. Apretó y apretó, rechinando los dientes de rabia y emitiendo gruñidos salvajes. Pero sus brazos estaban paralizados. Un sentimiento nuevo dentro de él cortocircuitaba las órdenes del cerebro.

 

¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo matar a este desgraciado?

 

Fue entonces cuando todo el dolor y rencor acumulado se esfumó como si nunca hubiera existido. Sintió una paz interior que le reconfortó y le permitió disfrutar de aquel abrazo fraternal que nunca recibió de su padre.

 

Frankenstein se apartó de él en silencio y fue con sus otros hijos.

 

Nunca lo olvidaré, dijo Adán.

 

Y ahora, vete con tu familia, que yo seguiré mi camino.

 

El padre se dispuso a salir y unas manos invisibles abrieron la puerta.

 

Hiciste lo correcto, dijo su amigo.

 

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Published on e-Stories.org on 13.10.2019.

 
 

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