Luis Ignacio Muñoz

El tesoro de los dos centavos

Aquí te entierro
Y aquí te tapo.
Me lleve el Diablo
Si yo te saco.

Copla de la Tradición Popular


Donde se aparece una luz en las noches hay algún tesoro enterrado que está a la espera de alguien predestinado para desenterrarlo y en la mayoría de casos disfrutarlo. Y las historias de tesoros se encuentran en todas partes. Lo que mucha gente ignora es en qué consisten las luces que muchos dicen haber visto.

En realidad se trata de una calavera humana que alumbra una parte de su hueso frontal, en otros se trata de un esqueleto que camina y va iluminando el dedo del corazón.

Esto sucedió hace setenta años en la zona de Casablanca, por la parte que no pertenecía a los grandes hacendados y en estas tierras arcillosas abundaban los ranchos de adobe y en más de los casos, las construcciones de bahareque empajadas en la cubierta con rastrojo de trigo.

En uno de estos ranchos que permanecía abandonado hacía ya tiempo, se aparecía una luz a ciertas horas de la noche y no cesaba de dar vueltas en redondo de la vivienda con mucha parsimonia. Pero el caso es que la visión persistía casi todas las noches y esto mantenía inquietos a los curiosos del lugar.

Esta casa la había habitado por más de medio siglo un hombre solitario y de pocos amigos que según quienes lo conocieron se dedicó a trabajar en labores de agricultura y ganadería. Tacaño por naturaleza y avaro por herencia se cree que todo el fruto del trabajo de esos años había quedado enterrado en alguna parte de la casa y a eso se debía la presencia en las noches de la luz.

La vivienda abandonada y solitaria, las paredes se estaban derruyendo y el techo lleno de goteras. Ya no tenía ni puertas y no quedaba adentro sino piedras, palos y los restos de una hornilla con ceniza que no desaparecía a un lado de la cocina en ruinas. Otros hablaban de un intenso olor a guarapo de miel que mucho tiempo después seguía emanando de un gran chorote rojizo que yacía casi despedazado en otro rincón. Aseguran los vecinos más cercanos que después de morirse el hombre, algunos lo veían en las tardes acercarse a la casa como si regresara de trabajar con una vieja ruana y un grasiento sombrero de fieltro que ya ni se sabía de qué color había sido.

Era lo poco que la gente recordaba de un habitante como tantos de la zona que vivió solo y un día se murió de la misma manera.Lo único que la gente tenía como cierto era la enorme tacañería del hombre.

El caso es que a muy pocos les gustaba acercarse a la casita y como nunca apareció un heredero se estaba cayendo de puro estar sola.

Pero como siempre hay alguien dispuesto a ir hasta el final de las cosas, uno de los recién llegados a la zona se aventuró a irse hasta la casa una noche. Espero con cierta temeridad a que la luz apareciera pero resultó en vano. La luz no se vio esa noche ni varias noches posteriores. Sin embargo optó por dejar un pañuelo blanco recién comprado en el lugar donde se decía y recordaba haberla visto.

Al otro día regresó ya entrada la oscuridad y buscó el pañuelo. Ya no estaba en el lugar en que lo dejó. Lo encontró en lo que pudo ser el patio y ahora era una pequeña planicie llena de maleza junto a lo que quedaba de una mata de papayo.

Se dedicó entonces a cavar con vigor durante largo rato alumbrado por un mechero. Después de mucha expectativa y de remover la tierra reseca encontró una especie de porción de arcilla blanda y en medio un chorote pequeño de hacer chocolate, pensó el hombre, apenas para un hombre solitario y tacaño que apenas se preparaba una taza para él solo. Tal vez no era más pequeño porque no lo vendían de un tamaño menor. Así era la tacañez del difunto. Pero el que estuviera taponado con una especie de trapo lo llevó a pensar en algo mejor.

Por un momento pensó en que pudiera estar lleno de monedas de oro y le brillaron los ojos de la codicia. Era probable que al otro día ya no amaneciera en aquella región de ranchos pobres y tierra endurecida y arcillosa. Era mejor irse lejos y que nadie supiera de donde había sacado las riquezas. Sólo se veía ya lejos, en otro lugar disfrutando de una vida mejor que la que le había tocado hasta entonces.

Lo destapó con mucho cuidado y al desocuparlo sólo encontró un papel enrollado y al desenvolverlo aparecieron dos monedas de un centavo con un letrero en el papel que decía: ponga lo que hace falta y págueme una misa.
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Published on e-Stories.org on 12.03.2018.

 
 

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