Javiera Martínez Orellana

El Ayudante


Él… él es un personaje. Siempre se le puede ver caminando por el pasillo principal, raudo, hasta donde sus interminables responsabilidades lo llamen. Alto y elegante, inspira admiración en todo aquel que lo mira. Si crees que con eso ya es suficiente, espera a que una sonrisa se dibuje en su rostro, y que esa penetrante mirada decida clavarse en tus ojos: sentirás que mueres por dentro. O, al menos, eso fue lo que sucedió conmigo.
 
No. Pensándolo bien, estaría mintiendo si dijera que fue sólo eso. Desde mucho antes de que él ostentara tan alta categoría, ya me había cautivado con su particular modo de ser, con esa gran habilidad de saltar desde la seriedad más absoluta a una hilaridad sin fin de acuerdo a la situación. En ciertas ocasiones, de hecho, llegué a disfrutar más de las sonrisas que él me arrancaba de súbito, hasta con la más burda tontería, que de aquéllas (hermosas, por cierto) que él le suele regalar al mundo. No lo niego, también ayudó bastante eso de “tiene un no sé qué que me hace sentir no sé cómo”.
 
En un comienzo, todo daba una apariencia de normalidad: él cumplía con sus deberes y yo con los míos. Pero, en cierto momento y sin una razón aparente, el vasto corredor por el que caminaba se tornó oscuro y frío, cada vez más tormentoso y difícil de transitar. No sabía qué estaba aconteciendo, hasta que finalmente pude comprobar la razón de todo aquello: él, el ayudante, había soltado mi mano, justo en el instante en el que más necesitaba de la calidez de su piel junto a la mía.
 
¿Qué hacer entonces, además de simular que todo seguía igual? Él ya no estaba allí. Gritaba desesperadamente su nombre, pero el viento parecía llevarse mis súplicas bastante lejos de sus oídos. Mientras sus ayudantías pasaban a estar en boca de todos, sentía que él se alejaba aún más, hasta quedar completamente fuera de mi alcance. Y, entonces, un par de lágrimas pretendía rodar por mis mejillas en la más triste letanía.
 
Pero, ¿por qué ocurrió todo esto? Es como si el traje de ayudante se hubiese adherido a su cuerpo, impidiéndole huir de tan suave y silenciosa opresión; aquella luz que solía irradiar, la cual había llegado a convertirse en mi principal fuente de energía, se desvaneció para dar paso a una triste oscuridad. Me urge saber qué está pasando: busco una solución, aunque no pase de ser una pequeña luz de esperanza, hasta en los lugares más impensados, pero lo único que consigo es el más lapidario de los silencios. No exagero cuando digo que quisiera tener en mis manos alguna herramienta para rasgar aquella tersa piel y llegar a su corazón, para comprobar por mí misma si continúa latiendo de la misma forma o si fue reemplazado por una piedra. ¿Es que no lo ve? ¿Es que no lo siente?
 
Yo estoy aquí, sentada en el mismo rincón de siempre, intentando dar respuesta a tan confusas preguntas para calmar a mi atribulada alma. Por cierto, en ningún momento he renunciado a mi dosis diaria de su persona: a pesar de todo, una mirada, una sonrisa, el dulce tono de su voz, aunque ya no sean para mí,  continúan dándome fuerzas para seguir adelante. ¿Será que el ayudante se convirtió en una adictiva droga para mí?
 
Por el momento, dejo los días pasar, mientras espero que vuelva aquel chico que un día conocí: al que podía acudir corriendo cuando lloraba de tristeza o de alegría, y siempre estaba allí para escucharme. Me es casi imposible ocultar que extraño, y mucho, a la persona que él solía ser antes de que el libreto de esta historia fuese cambiado, antes de ser víctima de esta broma de mal gusto.
 
Y así, mientras me duermo en la esperanza del regreso triunfal del joven que se esconde detrás de ese traje, pienso si estoy siendo honesta cuando digo que me gustaría llegar a ser ayudante algún día…
 

 
Estrella Dalva.
 

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Published on e-Stories.org on 10.06.2013.

 
 

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