Camila Díaz Garcia

Vida Infame

¿Pueden las palabras al viento formar una canción? Al menos eso lo que estaba intentando hacer Ben en ese momento, aunque sin éxito. No lograba formar frases coherentes con aquellas palabras sin sentido que salían de su mente. ¿Había perdido el don? Era imposible. Había escrito una canción la semana pasada y aunque la letra carecía de sentido para muchos, si lo tenía para él. Como todo, como todo lo que a él le parecía importante. Había aprendido a vivir con eso y más importante, había aprendido a fingir ante el mundo, a creer que era uno más de ellos. Tanto, que a veces hasta él mismo se engañaba. De todas formas, sólo importaba lo que él opinaba de si mismo y su mente continuamente repetía como una vieja grabadora, que el resto había dejado de importar hacer mucho. No Vivian gracias a él ni él lo hacia por ellos. ¿No lo hacía?

Observó a través de la ventana de su pequeña habitación la calle desierta y aunque no sabía con exactitud la hora, se sorprendió de estar despierto tan temprano. Ben era una persona de hábitos nocturnos y por lo que recordaba –aunque no estaba del todo seguro– la noche anterior no había dormido. ¡Quizás esa era la razón de poder traspasar en el papel aquella canción en su mente! Desistió en su intento y fue a dar al antiguo sofá de la sala. Su cuerpo cansado se deslizó por él, con los ojos fijos en un cielo cubierto para su alma y con una botella de vodka en su mano.

No había duda, Benjamin no estaba bien del todo y lo sabía. No quería un especialista porque tenía miedo de ser encerrado o peor aún, de que lo examinarán como simio por ser un caso especial sobre la tierra. ¿Podría ser eso posible? Se imaginaba diez psiquiatras a su alrededor intentando entender su anormal comportamiento, siguiendo con la mirada cada uno de sus movimientos, arrojando palabras al viento que sólo ellos escuchaban; y él allí, inmóvil, inerte, indefenso sin tener idea sobre que hacer. Si, seguro sería así. ¿Cómo podía su m ente inventar aquellas historias y no ser capaz de ordenar su propia vida?

Alzó la botella entre sus manos y bebió del licor, derramando un poco bajo su labios por la posición en la que estaba: No le importo. Extendió su antebrazo y utilizó la manga de su camisa como un pañuelo, la botella volvió a quedar en el suelo sin que su mano perdiese contacto con ella. Su mirada perdida volvió a ella, como si fuese su gran amor, su mejor amiga, la única que jamás lo había dejado sólo. Un escalofrió recorrió su cuerpo, las ganas de llorar inundaron su garganta y la desesperanza se apoderó de su frío corazón. Aguantó. A veces, muchas veces, sentía que la soledad se había empoderado de su vida. Siempre rodeado de gente, personas que alababan al maldito drogadicto, gente que lo felicitaba por sus canciones sin sentido. Ningún amigo real. Nadie dispuesto a tender su mano y ayudarle a salir de aquel agujero en el que se había metido. Y aquello, todo aquel hondo vació, podía más que él. No sabía cómo llegar a controlarlo, o aún peor, no sabía cómo aprender a vivir con él. Sentía su corazón y sabía su mente, que tendría que soportar aquello para siempre.

Se levantó del viejo sillón en el que estaba, su cuerpo sedente observó la botella entre su manos como si fuese lo último importante en su vida. Tomó un trago y terminó por decidir enroscar la tapa, guardando en el licor las penas y los recuerdos, dejando que como siempre, una vez más, la hipocresía y el cinismo se apoderarán de su rostro. La botella quedó otra vez en el suelo.

Sus pies se arrastraron hacia la mesa en la que estaba minutos antes, miró con recelo el pedazo de papel con palabras sueltas que había escrito su corrompida mente. No era más que simples garabatos ahora. Tal como era su vida, tal como era él. Buscaba en los lugares más ocultos de su cerebro, viajaba incluso hasta la espina dorsal e iba más allá y no entendía como había podido llegar a ese estado. ¿En qué minuto del camino había cambiado el rumbo hasta estar tan errado? Se engañaba a si mismo diciendo que era feliz, cuando la única verdad es que no era más que otro conformista que había aceptado lo que la vida había entregado sin más. Sin peros, sin preguntas. Se había quedado de brazos cruzados viendo como los años marchaban a su lado. Un cobarde. Lo sabía y aún así, no habían actos.

Tomó su abrigo y salió a la calle. Ya no era aquel lugar desierto que había visto minutos atrás; la gente caminaba por las veredas, transitaban apurados a sus trabajo o quizás, a otro asunto importante. Ben en cambio, lo hacía de forma tranquila, dejaba que sus pies se arrastrasen por el asfalto, con paulatinos pasos como si el tiempo corriera a su favor, como si fuese capaz de jugar con él y cambiarlo a su antojo. Parecía no querer llegar a lugar al que se dirigía. En veinte minutos estuvo frente al edificio. Un hondo suspiro exhaló de su garganta, desde lo profundo de su alma. Golpeó la puerta con algo de temor, tenía miedo, Ben sabía fingir muy bien y era un hipócrita por excelencia, pero ésta vez, sólo ésta vez, todo era distinto. Una mujer de cabellos castaños abrió la puerta, le observaba con recelo y Benjamin no era capaz siquiera de levantar la mirada para fijarla en ella. Las palabras no eran necesarias. La mujer se marchó dejando la puerta ab¿Pueden las palabras al viento formar una canción? Al menos eso lo que estaba intentando hacer Ben en ese momento, aunque sin éxito. No lograba formar frases coherentes con aquellas palabras sin sentido que salían de su mente. ¿Había perdido el don? Era imposible. Había escrito una canción la semana pasada y aunque la letra carecía de sentido para muchos, si lo tenía para él. Como todo, como todo lo que a él le parecía importante. Había aprendido a vivir con eso y más importante, había aprendido a fingir ante el mundo, a creer que era uno más de ellos. Tanto, que a veces hasta él mismo se engañaba. De todas formas, sólo importaba lo que él opinaba de si mismo y su mente continuamente repetía como una vieja grabadora, que el resto había dejado de importar hacer mucho. No Vivian gracias a él ni él lo hacia por ellos. ¿No lo hacía?

Observó a través de la ventana de su pequeña habitación la calle desierta y aunque no sabía con exactitud la hora, se sorprendió de estar despierto tan temprano. Ben era una persona de hábitos nocturnos y por lo que recordaba –aunque no estaba del todo seguro– la noche anterior no había dormido. ¡Quizás esa era la razón de poder traspasar en el papel aquella canción en su mente! Desistió en su intento y fue a dar al antiguo sofá de la sala. Su cuerpo cansado se deslizó por él, con los ojos fijos en un cielo cubierto para su alma y con una botella de vodka en su mano.

No había duda, Benjamin no estaba bien del todo y lo sabía. No quería un especialista porque tenía miedo de ser encerrado o peor aún, de que lo examinarán como simio por ser un caso especial sobre la tierra. ¿Podría ser eso posible? Se imaginaba diez psiquiatras a su alrededor intentando entender su anormal comportamiento, siguiendo con la mirada cada uno de sus movimientos, arrojando palabras al viento que sólo ellos escuchaban; y él allí, inmóvil, inerte, indefenso sin tener idea sobre que hacer. Si, seguro sería así. ¿Cómo podía su m ente inventar aquellas historias y no ser capaz de ordenar su propia vida?

Alzó la botella entre sus manos y bebió del licor, derramando un poco bajo su labios por la posición en la que estaba: No le importo. Extendió su antebrazo y utilizó la manga de su camisa como un pañuelo, la botella volvió a quedar en el suelo sin que su mano perdiese contacto con ella. Su mirada perdida volvió a ella, como si fuese su gran amor, su mejor amiga, la única que jamás lo había dejado sólo. Un escalofrió recorrió su cuerpo, las ganas de llorar inundaron su garganta y la desesperanza se apoderó de su frío corazón. Aguantó. A veces, muchas veces, sentía que la soledad se había empoderado de su vida. Siempre rodeado de gente, personas que alababan al maldito drogadicto, gente que lo felicitaba por sus canciones sin sentido. Ningún amigo real. Nadie dispuesto a tender su mano y ayudarle a salir de aquel agujero en el que se había metido. Y aquello, todo aquel hondo vació, podía más que él. No sabía cómo llegar a controlarlo, o aún peor, no sabía cómo aprender a vivir con él. Sentía su corazón y sabía su mente, que tendría que soportar aquello para siempre.

Se levantó del viejo sillón en el que estaba, su cuerpo sedente observó la botella entre su manos como si fuese lo último importante en su vida. Tomó un trago y terminó por decidir enroscar la tapa, guardando en el licor las penas y los recuerdos, dejando que como siempre, una vez más, la hipocresía y el cinismo se apoderarán de su rostro. La botella quedó otra vez en el suelo.

Sus pies se arrastraron hacia la mesa en la que estaba minutos antes, miró con recelo el pedazo de papel con palabras sueltas que había escrito su corrompida mente. No era más que simples garabatos ahora. Tal como era su vida, tal como era él. Buscaba en los lugares más ocultos de su cerebro, viajaba incluso hasta la espina dorsal e iba más allá y no entendía como había podido llegar a ese estado. ¿En qué minuto del camino había cambiado el rumbo hasta estar tan errado? Se engañaba a si mismo diciendo que era feliz, cuando la única verdad es que no era más que otro conformista que había aceptado lo que la vida había entregado sin más. Sin peros, sin preguntas. Se había quedado de brazos cruzados viendo como los años marchaban a su lado. Un cobarde. Lo sabía y aún así, no habían actos.

Tomó su abrigo y salió a la calle. Ya no era aquel lugar desierto que había visto minutos atrás; la gente caminaba por las veredas, transitaban apurados a sus trabajo o quizás, a otro asunto importante. Ben en cambio, lo hacía de forma tranquila, dejaba que sus pies se arrastrasen por el asfalto, con paulatinos pasos como si el tiempo corriera a su favor, como si fuese capaz de jugar con él y cambiarlo a su antojo. Parecía no querer llegar a lugar al que se dirigía. En veinte minutos estuvo frente al edificio. Un hondo suspiro exhaló de su garganta, desde lo profundo de su alma. Golpeó la puerta con algo de temor, tenía miedo, Ben sabía fingir muy bien y era un hipócrita por excelencia, pero ésta vez, sólo ésta vez, todo era distinto. Una mujer de cabellos castaños abrió la puerta, le observaba con recelo y Benjamin no era capaz siquiera de levantar la mirada para fijarla en ella. Las palabras no eran necesarias. La mujer se marchó dejando la puerta abierta, ni siquiera le invitó a entrar. El nombre de Bianca resonó en las paredes del lugar, como un rayo de luz por la mañana, iluminó con una sonrisa el rostro del hombre, y aún más cuando ella llegó corriendo a sus brazos. No necesitaba nada más en ese minuto y todo el resto de seres humanos podían desaparecer en ese instante. El amor que sentía por ella era más grande que cualquiera de sus problemas, más grande que cualquiera y abarcaba un mundo en el que sólo los dos habitaban. Podría arrojar su vida al viento por ella sin esperar que le fuese devuelta sólo por verla feliz. Si seguía en esta tierra, el único y gran motivo era ella, Bianca, su hija.

Quiso imaginar que la vida era eterna y que el tiempo se había detenido a su lado, pero no. La madre de Bianca se acercó a ellos para volver a llevarse a la niña a otra habitación, a Ben las horas le parecieron minutos. Sin saber que esperaba, siguió de pie en la sala hasta que la mujer volvió. Lo observó de reojo y se cruzó de brazos, una ola de silencio se posó entre ambos.

-¿Estas asistiendo a rehabilitación?- preguntó la mujer inquieta. Como si ello le importará, cuando no era más que otra muestra de hipocresía. De la boca de Ben no salió palabra alguna, sólo se limitó a observarla y a negar con su cabeza.

- Deberias dejarte ayudar por especialistas, no eres normal Benjamin. - prosiguió la joven. Benjamin se limito a mirarla con los ojos llenos de odio ante su comentario, para luego dar media vuelta y salir de la casa, cerrando la puerta con un estruendoso golpe.

¿Quién era ella para decir que él no era normal? ¿Acaso existía un manual de normalidad? Patrañas, simples patrañas. Mentiras que se inventa la gente que cree es normal. Era distinto al resto, era todo. Siguió su camino, ofuscado. Pateando las piedras a su paso. ¿Por qué la gente se empeñaba en arruinar su felicidad con sus tonterías? ¡Como deseaba que su hija jamás creciera! A sus inocentes cuatro años, lo veía como un héroe, ¿sería lo mismo si crecía? ¿Se infectaría su corazón con los comentarios del resto? ¿Dejaría que la sociedad y sus patrones tan básicos destruyeran lo que habían construido juntos? Observo con enojo el hospital que se abría paso ante sus ojos y luego de mucho titubear, se adentró en él.

Las salas de espera de los hospitales le parecían incomodas. La señora frente a él lo observaba tanto que deseo levantarse y preguntarle cuál era su maldito problema. Suerte que el mesón principal estuvo libre antes de que lo hiciera. Se levantó y en voz bastante baja explicó a la mujer a lo que venía, la observó revisar unos cuantos papeles mientras sus manos se movían temblorosas.

Entró sin más. Días atrás había estado allí mismo para realizarse un examen y hoy estarian los resultados. Ahora la rabia por la situación vivida anteriormente se mezclaba con el nerviosismo de recibir aquel sobre y tener que leerlo. Debia hacerlo.
Se acerco a él mesón y sin siquiera saludar a la funcionaria allí, le explico a lo que venia. La mujer se levantó de su escritorio y tomo una gran carpeta en donde cientos de sobres se alojaban. Las manos de Ben se movían nerviosas. Finalmente la mujer preguntó su nombre para buscar aquel bendito examen. Las palabras fluyeron y se esfumaron, la enfermera le dijo algo y Ben no la escuchó, se limitó a tomar el sobre entre sus manos. No quería abrirlo. ¿Y si tenía la enfermedad? Solamente quitando la delgada capa y leyendo lo que había adentro podría saberlo. Debía hacerlo, bajo todas las circunstancias, debía hacerlo. Debía, pero no lo hizo. La cobardía nuevamente se camuflaba en aires de arrogancia y después de caminar hacia un basurero, arrojó allí el examen, ante los ojos atónitos de quienes allí observaban. Jamás comprenderían su comportamiento, porque ni quisiera él lo hacía.

Salió del recinto con las manos en su bolsillos, como si el hecho de haber arrojado a la basura lo que podría haber cambiado su vida no importará. Caminaba por las calles, ahora sin rumbo ni razón especifica. Se burlaba de los adultos, jugaba con los niños, tarareaba canciones que no existían. Vagaba de un lado a otro y caminaba en círculos recorriendo una y otra vez las mismas calles. Hasta que la encontró, a ella. Tan perfectamente bella, delicada y educada… tan distinta a él.

Y era inevitable no sentirse inferior a ella, aún cuando la conocía desde hacía años, desde siempre, de toda una vida. Aún cuando sabía que debía estar a su lado, que ese era su lugar, jamás había actuado como debía hacerlo, y daba la penosa casualidad que tampoco lo hacía como quería. Todo mundo lo acusaba de haberse ido por el camino fácil, cuando haber elegido el camino de las drogas y el mundo absurdo de la soledad, le había costado más caro de lo que nunca pensó que sería. Si sólo hubiese hecho lo que su corazón pensaba era lo correcto, pero claro, era más fácil huir sin importar los resultados. Y aún así no podía negar las enormes ganas que tenía de abrazarla, de decirle que estaba allí y que no dejaría que nada malo le pasará. Pero ahora estaba tan lejana, tan distante de él, sus mundos ya no conectaban nunca más. Y él en la inocencia, que por muy extraño que pareciera, todavía conservaba sólo quería decirle a su hermana cuanto la quería. Pedirle perdón por no haber actuado como el hermano que era, por haber dejado que a sus diecisiete años fuese ella quien asumiera la vida. Que fuese ella, tras la muerte de su madre, la que había contenido a un hombre destrozado, cuando todo debería haber sido lo contrario. ¿Y como había pagado él? Huyendo en el primer tren de mentiras que había arribado a su vida, hundiéndose en las drogas, olvidándose de ella. Ni siquiera una llamada. Ahora, años después, el destino se la ponía en frente, dando la oportunidad de pedirle perdón y él no lo hacía. Y aunque él no lo sabía, su hermana aún esperaba su regreso.

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Published on e-Stories.org on 16.05.2013.

 
 

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