Fernando Egui

Clarence Carswell y la Ambigüedad del Tiempo

"Todo sale perfecto de manos del autor de la naturaleza; 
en las manos del hombre todo degenera."
 
Jean Jacques Rousseau: Emilio
 
 
Es imposible  determinar con precisión el factor maintenant, teniendo en cuenta el carácter subjetivo e individual que tiene el Tiempo como variable para usted, para mí y para los demás. Ese maintenant se diluye en el pasado como inevitablemente se diluye en el agua caliente el sabor de la hierba elegida cuando se prepara una infusión. 
 
Por consiguiente el maintenant no es un maintenant sino un Entonces…

Mi nombre es Clarence Carswell, y las palabras que contienen este escrito mostrarán, a quien los efectos de su curiosidad conlleven a leerlo, cómo dejé que mi alma se perdiera entre las circunstancias que inundan mi ahora: ¡mimaintenant!
 
Tal vez así lo quise, tal vez no. Lo cierto es que ya no lo puedo remediar. Dejo este escrito al lado de su mano derecha, la misma que aun sostiene una pluma, ¡La de él! quien sigue sin terminar de voltear… Y yo...


                                                                                                       ******
 
 
Había vivido en el claustro del estudio durante casi toda mi inerte e insignificante vida, entre libros y bibliotecas; entre polvo y papel. Mi verdadero vivir (llamémoslo mejor experimentar) era el libre tránsito por el ingente espectro de una imaginación sin fronteras, sin bordes, sin limites.
 
Cavilaba entre cuatro paredes, absorto entre historias largas y cortas. En ideas ajenas a la realidad, escritas por locos. Sabios locos. Viviendo una no-realidad paralela a mi realidad. Para entonces yo pensaba que lo normal era dejarme llevar por mis intensos estados de imaginación, mi trance literario; siquiera, más "normal" que la aparente  normalité de mon existence.
 
Es atribuible también, en efecto, una altísima carga de subjetividad al factornormalité, teniendo en cuenta que aquello "normal" no siempre es lo que debería haber sido, o peor aun: lo correcto. En tal caso, no son más que subjetividades, tan solo un manojo de subjetividades.
 
Divagando entre pensamientos y recreaciones, producto de mi imaginación guiada por la lectura, me escapaba de aquella habitación en la que yo existía. Huía cual Quijote... Soy pues Clarence Carswell, pero como el Quijote: atado a su locura; desafortunadamente sin un Sancho que me ayudase en mi desdicha, pues no viví nunca ventura alguna.
 
¿Era yo una víctima más de la locura?  No lo sé ¿Cómo saberlo? ¿Acaso consciente está el loco de su locura como el político de su tropismo? Y de ser cierto, mi estado de enajenación tendría que haberse alimentado hasta la saciedad del papel y la tinta; transformando, en consecuencia, el curso de mis actitudes en un inevitable taxismo.


                                                                     
 
Mi condición más notoria, a pesar de aquella aparente demencia, siempre ha sido el ser preso del tiempo y su ambigüedad. Su valor individual y su carácter progresivo se destilan en mí, hipnotizándome inconscientemente, alejándome, y a la vez, sumiéndome en el maintenant

Para mí, bajo la sombra de lo irremediable,  los momentos eran borrosos, difusos, extraños; lejanos a mi consciencia, a mi raciocinio, a mi psiquismo y sus resortes.
 
Tal vez usted lector no entienda completamente lo extraño de mi condición. Será prudente que procure a sus esfuerzos tratar de entender simplemente que: no tengo sentido del tiempo. Nunca lo he tenido... No sé cuándo es ahora ni cuándo fue ayer; no sé si ya pasó el día después de mañana o en qué parte del ahora vuelvo a encontrarme: mi maintenant.
 
Me concibo atrapado en una esfera, sin poder apenas percibir el sentido del hoy.

Ciertamente sé quien soy...  ¡Soy Clarence Carswell! Sé también dónde vivo y a qué era pertenezco. Entiendo mis habilidades y capacidades intelectuales; pero en comparación con quién, si  conozco nada más que a una sirvienta que lava mis ropas y prepara  mi comida. ¡Ja! ...A ella y a un séquito de meretrices.  Vaya punto de comparación.
 
La verdad es que se me dificulta percibir el tiempo en medida y, para suma de mi aflicción, ni siquiera he podido debatir este tema con persona alguna; al menos para consolarme en sus posibles intervenciones al respecto. ¿Con quién podría hablar yo de esto? Podría imaginar a mi interlocutor frunciendo su ceño y balbuceando irrelevantes preguntas... 
 
Esta característica tan mía me diluye en trastornos nocturnos, los cuales hacen que me pregunte por dónde vaga mi alma y cuál es su función.
 
¿Estaré loco? ¿Por qué entonces no me han recluido en un manicomio?
 
Conviví entre tropiezos y desaires con el ama de llaves, que durante toda mi vida, había cuidado del Chateau Carswell. La misma sirvienta que, como ya comenté, siempre ha lavado mis ropas y preparado mis comidas día tras día desde que tengo uso de razón. Con ella y con uno o dos ayudantes, familiares de esta por supuesto; aquella vieja, la señora… ¡vaya calamidad! no recuerdo haberla llamado nunca por un nombre más allá de algunos gritos llenos de peyorativos -sin que esto aparentemente le afectase pues siempre se mostró sumisa ante mis básicas necesidades-. A decir verdad nunca inspiró  a mi intelecto el deseo sincero de charlar con aquella grotesca mujer; sencillamente siempre la vi al margen de mis intereses. Me tiene sin cuidado lo que se figure de mí; quién sabe que extraños pensamientos pasarían por su limitada mente. 


                                                                       

Ella era aborrecible; como aborrecible  es la actitud de un empleado que trabaja obligado y ajeno a sus verdaderos deseos y a su verdadera convicción de ser y sentirse útil. 
 
En ocasiones podía alcanzar a escucharla murmurando palabras detrás de las paredes -mis paredes- como quejándose de su condena de servirme hasta la muerte, a regañadientes; contraria a sus ganas.
 
Mi repulsión a esta mujer era tal, que muchas veces pensé en matarla; pero luego, en calma, recordaba sus atenciones y cuidados en el chateau; por lo que consideré prudente y sensato dejarla vivir... 

Además, yo nunca había matado a nadie; por qué habría de hacerlo. No me prestaría tan natural como los asesinos de las historias que leía. Aunque, siempre fantaseé con ello, en el fondo, no quería desarrollar aquella posible habilidad, incursionando en algo  tan nuevo para mí como viejo para la humanidad.

Aquello era solo un humano impulso; como una ilusión más en mi perplejidad: ¡pasajera! comme la plupart des illusions.

 
Mi memoria no se había visto afectada por mi condición no perceptora del tiempo. Recuerdo detalladamente lo ocurrido en el paso de mis días como infante, al igual que en mi aburrida juventud. Yo era un monstruo mudo, enjaulado, preso de mi propia desidia. Cautivo por voluntad propia. Ajeno a la risa, la luz y todo aquello que en las afueras del chateau pudiera encontrarse.
 
Fui criado por sirvientes, quienes nunca se esforzaron en ofrecerme opciones que estimularan mis sentidos, en esa supuesta vida que me fue asignada en su enigmática aleatoriedad. Opciones más allá de una sala llena de libros y velas. Vaya si me deleité… serviteurs maudits
 
Mis padres extrañamente murieron cuando yo era solo un niño y, de alguna u otra forma, aquellos jornaleros resolvieron en hacerse con mucho de los jugosos bienes del distinguido Monsieur Carswell.
 
El fantasma de mi madre acosó de tal manera al ama de llaves (esa señora que cocinaba para mí) que no recuerdo haber prescindido de sus cuidados; incluso hasta el día de mi muerte, cuando ella misma enterró mi cuerpoabsque anima cerca de la colina en donde también fueron enterrados Monsieur y Madame Carswell. 
 
Esto lo entendí luego de que dejé de ser un joven. Me fue revelado por mi padre en un extraño y recurrente sueño. No me atrevo a imaginar lo que aquella sirvienta habrá experimentado. No quiero pensar por qué simplemente no abandonó nuestro aposento, huyendo así con aquellos bienes materiales; puesto que robarme a mí y a un par de fantasmas le fuese tan aparentemente sencillo.
 
Una inmedible fuerza la ataba a sus labores; como condenada a elegir entre los oficios de sirviente o las consecuencias del asedio y el acecho fantasmal hasta el fin de sus días. 
 
Era digno de apreciarse que aquella sirvienta podría disfrutar de las comodidades del chateau y del acceso a una fortuna sin cerrojo, sin embargo, la amargura y la envidia la hacían lucir decrépita e infeliz. Hundiéndola en sí misma. Definitivamente no era más libre que yo. De eso estoy más que seguro.
 
Mi difunto padre tenia mucho dinero guardado en una de las habitaciones de aquel chateau. Nunca confió a los banqueros el fruto de sus esfuerzos. Dispuso una habitación a manera de bóveda. El acceso a dicha fortuna no era mayor problema para resolver las necesidades que requerían vivir en tan ostentoso y mal aprovechado lugar. La sirvienta se encargaba de tomar lo necesario de la mencionada bóveda para comprar vestuario, comida y pomos de jabón. Esas eran mis básicas demandas. Lo demás, escapaba de mi atención y ciertamente no mermaba en gran cantidad aquel acervo, aquella herencia sin uso.
 
Mi condición de solitario y mi vida aislada de todo lo exterior, nunca permitió que me acercara a los infortunios del deseo por el dinero y el delirio que arrastra la ambición mal canalizada. Simplemente no llamaba mi atención eso por lo que tantos se afligen. Mucho menos, mis intereses se posaron en mujer alguna, puesto que no existía un digno estímulo femenino más que aquella horrenda sirvienta. 


                                                                  

Confieso que, ciertamente, hubo un tiempo en que las prostitutas visitaban mi chateau, pero hace mucho que eso dejó de ser una constante en mi vida. Una coyuntura más en mi pasado. Como era de esperarse, el trato con estas cortesanas se limitaba estrictamente al extenuante aprovechamiento de sus habilidades en el oficio... Pero como todo merma, con el paso de los años aquella pasión transfiguró en lasitud.
 
Ropas vestía, pues eran ropas que me abrigaban del frío y de la brisa nocturna. Zapatos calzaba pues protegían mis pies. Comida engullía cuando el hambre me sacaba de mi concentración. No hacía otra cosa más que leer aquellos libros. Qué más habría de necesitar un animal en cautiverio como yo, aislado de las banalidades de la sociedad de entonces, de ahora y de siempre. 

Ah… ¡Licor! Pues, para suma de mi no-tan-bien-disfrutada herencia, mi padre no reparó en gastos al disponer un depósito repleto de varios y finos licores. Solo yo tenia posesión de la llave que abría la puerta que ocultaba aquella reserva y abastecía, siempre, las demandas que mi ansiedad requería.  

Al parecer, antes de yo haber nacido se hacían grandes fiestas en esechateau  imponente, pero eternamente gris para mí.

 
Mis repetidos episodios de embriaguez maximizaban mi condición: mi percepción del tiempo ¡de mi tiempo! 

Muchas veces desperté con los pies llenos de tierra sin saber a dónde había ido la noche anterior... En ocasiones llegué a estar perdido entre los bosques cercanos al chateau bajo la faz del beodo y, luego de recobrar la sobriedad, regresar a mi habitación, desorientado, como ya era costumbre en mí. 

Imágenes difusas vienen a mis recuerdos. Abstractas eran la mayoría de mis remembranzas en relación a esos episodios, como paradero de lo absurdo.

 
Con el pasar de los años una fuerte fiebre me atacó hasta tal punto que últimamente no recordaba  ya sentirme bien. Había olvidado lo que era saberme saludable y vigoroso. Había perdido mis fuerzas y solo hacía lo que, ya a duras penas, siempre hacía: leer
 
No recuerdo haber tomado medicamentos ni remedios que mitigaran mi malestar;  mucho menos recibir visita de algún médico. Mi cuerpo no adoptó bálsamo alguno más que el alcohol, en las disgresiones de dolor que me apartaban de mi enfoque: de mi lectura.


 
                                                                    
 
Yo me perdía entre aquellas fantásticas historias, mientras las infecciones se hacían en mí, por dentro, y sin embargo, en el abismo de mi estado, seguía vinculado a esas páginas llenas de polvo. Las leía una y otra vez. Lloraba con ellas, me estremecía; me asombraba y aprendía inconscientemente el dominio de la lengua y su gramática. ¿Para qué? Pues aparentemente para nada… Entendía la lectura misma como mi oficio y mi entretenimiento, y a la vez, eran aquellos viejos libros mis únicos amigos, llenos de relatos, llenos de magia, llenos de locura, llenos tan inevitablemente de mí…
 
Aquella fiebre no dio tregua devastando mi salud, y mi silenciosa vida menguó una noche fría en la que se liberó un alma y también una condena de servicio.
 
La noche siguiente hubo fiesta en el chateau. En la lejanía desmaterializada de mi maintenant pude escuchar la música y en el limbo me reí... me reí con una fuerza impresionante, tan impresionante que los invitados de aquel festejo se estremecieron al escucharme: 


ja ja ja ja... Serviteurs maudits... ja ja ja...



                                                                                                                 ***
 
Llegada la hora de mi muerte, en mi juicio -afortunadamente- sopesaron más los males que nunca cometí en contraste con los que sí cometí. Aquel tribunal para almas falló a favor de una posibilidad, de una entrada a donde todos quieren ir luego de abandonar la ciudad de Caín, tierra de los mortales.
 
Al fin y al cabo qué daño pude ocasionar yo a qué ser vivo en esas tierras ya lejanas para mí; llenas de gentes, ajenas a mí, como ese Caín y sus Enoc y Lamec.
 
Qué fechoría se me pudiera atribuir mas allá de saciar mi apetito con mamíferos ya muertos y... mujeres también ya muertas, al menos para mi consciencia. ¿Ese inevitable y sucesivo consumo sería catalogable de fechoría? No lo creo. Qué acto malvado se me podría imputar más que el de haber pensado, tan solo haber pensado en matar, puesto que nunca lo hice. Del pensamiento al acto hay solo una consecuencia nefasta: la culpa. ¡Y yo no la sentía en lo absoluto!
 
No les quedó otra opción que darme acceso al paraíso.
 
Resuelvo ser absuelto y me es permitido pasearme por aquel edén en mi nuevo maintenant, mi nuevo entonces. El péndulo dicotómico de mi vida oscilaba ahora hacia la felicidad. El mismo péndulo que me había recordado en horas muy anteriores, que definitivamente no existe esa felicidad, al menos, a plenitud. 

Vivía yo, entonces, en aquel destello intermitente de la felicidad. Deslumbrado, admiraba todo a mi alrededor.

 
Existían paisajes infinitamente hermosos. Se podía escuchar el nunca escuchado sonido de la alegría constante e invariable. Nada era comparable con aquel majestuoso lugar lleno de colores, de luces, de aromas, de sensaciones agradables; de una ausencia de dolor alguno; de paz en su más pura expresión.
 
Describir los encuentros y paseos con los ángeles y arcángeles que habitaban ese más que Shangri-La sería incomprensible aun al juicio del lector más entendido y preparado. 
 
No existía el frío ni el calor, ni el miedo, ni siquiera el hambre y la sed. ¡En aquel lugar nada hacia falta!
 
Días enteros pasaron, imperceptibles a mi sentido, pues aun mi alma tenia grabada mi condición terrenal; como una amalgama malsana entre miCivitas Terrena y mi Civitas Dei. Meses, años y siglos enteros en los que estuve distraído entre aquello maravilloso que generosamente me sitiaba. Aquello que no puede ser descrito ni por símbolos ni por signos, ni escritos ni hablados.
 
Así anduve por las cercanías del Eufrates, y por las orillas del Tigris, y al otro extremo, también mojé mis pies muchas veces en el Pisón, en un instante entre tantos... 

Al llegar al Guijón, mi mirada se perdió; el chocar de sus aguas con las rocas me hizo recordar, inexplicablemente, uno de los tantos relatos que de humano leía. 

Mi paseo por aquel Edén parecía haber llegado a su última extensión. 

                                     ¡Oh péndulo dicotómico de la felicidad!

 
Luego de una perturbadora inacción pude reincorporarme.
 
Recordé entonces cuando era un mortal y pasaba la noria de mis horas entre fantásticos escritos y fabulosos cuentos. Recordé también mi afición por aquellos autores y mi deseo insaciable de leerles día tras día, noche tras noche ¡inagotable deseo! Recordé que aquel era mi oficio y mi entretenimiento. Aquellos autores fueron mis maestros y mis compañeros. Y entre aquellos maestros ¡uno entre todos! El mejor entre los mejores. El más cercano a mi deleite. El árbol más hermoso en mi jardín de la locura.
 
Recuerdo haber jurado buscarle entre los muertos, cuando mi hora me acercara a su estado. Recuerdo mi compromiso de buscarlo y conocerlo. Era pues momento de cumplir con mi juramento.
 
¡Edgar! Al fin podre verte... ¿Charlarías con éste humilde?
 
Ahora bien, ¿Donde estará? He estado distraído tanto tiempo, y no he remediado en tratar de encontrarlo, en siquiera intentar buscarlo…
 
Solicité una audiencia ante el tribunal celestial para preguntar por aquel poeta, pero la respuesta ante mi solicitud me tomó por sorpresa.
 
Un ángel asignado a mí por aquella corte me explicó, tomando mi mano como cuando de niño lo hicieron para explicarme que mis padres ya no existían, que la morada de aquel por quien yo preguntaba se encontraba en las lejanas profundidades del infierno. Su alma -continuó aquel garboso ángel en su elucidación- no obtuvo el privilegio de pertenecer a lo que yo finalmente fui destinado.
 
Rogué al ángel una nueva audiencia para solicitar que me llevaran ante aquel, poeta, brujo y genio en una sola criatura, lejano a mi maintenant.
 
El permiso me fue concedido luego de innumerable súplicas. Innumerables.
 
Mi insistencia entonces me condujo a la entrada de aquel infierno en donde el ángel que hasta allí me acompañó me indicó:
 
-Procura no extraviarte, toma esta pequeña pero útil piedra en tus manos y no la sueltes hasta que regreses. Pasarás cerca del Cancerbero, pero no te dejes llevar por el miedo; mientras tengas la piedra él no podrá verte...


                                                               
 
Aquel monstruoso ser estaba erguido muy cerca de esas enormes puertas tal y como era de esperarse. Sus cabezas atinaban a morderse entre ellas ¡Era aterrador!
El ángel culminó sus indicaciones diciéndome lo siguiente:
 
-      Una vez que hayas atravesado el umbral, corre lo más rápido que puedas hasta que llegues hasta un río-pantano de colores naranja y negro. –Prosiguió imperativo- No te dejes llevar por el miedo y corre hasta llegar allí sin levantar tu mirada demasiado. Una vez en él, deberás atravesarlo sin soltar la piedra que en tu mano he colocado. Para ello deberás sumergirte en sus putrefactas aguas. Pondrás la piedra en tu boca y solo así podrás lograrlo sin ahogarte. Luego deberás caminar despacio para que las bestias y el mismo Abaddon no te escuchen. El lado del espeso río-pantano con más nenúfares señalará el rumbo que deberás tomar para llegar a su morada. Deberás regresar de la misma forma descrita. Yo estaré esperándote aquí..
 
Hice todo cuanto se me sugirió. Escapé del Cancerbero. Huí al río-pantano y me sumergí en aquel Hades; fue inevitable abrir los ojos en sus profundidades. Pude apreciar una suerte de cielo invertido, oscuro y lleno de gestos espectrales que me invitaban a soltar la piedra en mi boca. Alcancé a ver innumerables imágenes que a mis ojos se presentaban como en hordas espectrales: cuerpos leprosos, esqueléticas figuras y numerosas sombras fantasmales que se me acercaban mientras yo me apresuraba a llegar al otro extremo, guiado por los nenúfares. Incluso me pareció ver -si es que mi mente no desvarió ante tal hecatombe- los rostros transfigurados de mis propios padres.

...Pude ver también otras cosas que prefiero no explicar. 

Finalmente, atravesé, sin Caronte y sin Virgilio, aquel malévolo río-pantano. 

Seguí aquella senda callado y cuidadoso, recordando los consejos del ángel. No sé cuánto caminé pero llegué hasta algo que parecía un mausoleo. Entré. Era un clásico mausoleo de esos edificados solo en cementerios antiguos. Sin embargo, luego de dar algunos pasos, todo cambió. Súbitamente, aquel lugar parecía entonces mi alcoba en el chateau. Y... alguien estaba dentro, sentado en lo que parecía ser una de las sillas que yo usualmente disponía para a leer. ¿Quién...

 
¡Es él! ¡Definitivamente es él!
 
Pensé -¿Cuánto tiempo he estado aquí?- 
 
Mi desconcierto me llevó a exclamar:

-¡Dios mío!

En las paredes de aquel antes mausoleo pude leer como escrito en fuego:

NO VENDRÁ...

 
Mi asombro no daba cabida para más emociones... Estaba completamente aterrado.


                                                                        
 
Caminé unos pasos más, acercándome lentamente. Tomé la segunda silla y escribí todo esto al lado de mi silente acompañante. Ahí estuve, lleno de miedo, del más intenso miedo que jamás había sentido; sin poder siquiera ver su rostro. Ahí, tan asquerosamente cerca; como muñecos de cera, inanimados, tanto él como yo. Ambos pluma en mano.
 
No sé cuanto tiempo me tomó escribirlo todo. Tampoco sé cuánto tiempo mi mano izquierda apretó incesante aquella piedra.
 
Al terminar mi relato grité su nombre buscando desafiarlo, pero él no se movió; grité muchas veces sin encontrar alguna respuesta motora, algún gesto. Sentía su respiración pero era como si verdaderamente no existiera. Grité de nuevo cerca de su oído agotando la fuerza de mi débil garganta; grité desesperadamente tan fuerte que, esta vez, el eco de aquel nombre retumbó acústica y tenebrosamente por todo los confines del infierno:

                                         ¡Eeeeeeeeeeeeeeedgaaaaaaaaaaaaarrrrr..!

Aquellas letras de fuego cambiaron para decir:

AHORA...

 
Mi asombro ante el estruendo ecoico de mi propia voz me hizo soltar la piedra que en la mano sostenía antes con fuerza, la cual rodó hasta su pié derecho. Él, levantando su calzado, la frenó haciendo ademán de voltear.
 
¡Oh maintenant, mi mejor maintenant!
 
Las bestias y Abaddon vienen por mí…
 
Aun el ángel me espera, cerca de aquellas enormes puertas.

 
Fernando de Argensola
Octubre 2012
 
 

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Published on e-Stories.org on 25.03.2013.

 
 

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