Amaro Cimarra

CESAR O EL PODER DE LA MENTE

Olvídese, joven. El mundo está en manos de los fuertes. Como en los tiempos de nuestros antepasados los primates, así los nuestros, regidos por los fuertes de turno, más poderosos, más bestiales, aunque disfrazados de palomos a mayor gloria de la Evolución y el Progreso. Ya no te dan a la primera de cambio, como hacían antes, pero amenazan con machacarte si les rozas un plumón de su atrezo. Por lo que a nuestra especie se refiere, la marea impetuosa de la Evolución y el Progreso para peor arrasa ya las últimas playas de fina arena atestadas de viejos, como esta que ahora pisamos usted y yo. Pero la gran Resaca es inminente, y tendrá consecuencias incalculables”.

Estas palabras, pronunciadas por un profesor de Antropología jubilado, y al que casualmente conocí en una residencia de la tercera edad, refugio al que acudiera buscando sabios consejos para la experiencia de la vida, me confirmaron en mi determinación de no seguir quemando neuronas ejercitando inútilmente el pensamiento. Desconozco si, a fecha de hoy, mi habilidad de levantar notables pesos sigue distinguiéndome, porque no deseo volver a ponerme a prueba en los ratos que abandono esta maldita silla para estirar un poco las piernas por consejo de mi médico. Bastante escarmentado quedé entonces.
El hecho cierto es que yo tenía la singular habilidad de levantar pesados objetos con el poder de mi privilegiada mente. Sin esta capacidad, mi trágica peripecia, de la que seguidamente daré cuenta, no hubiera sido posible. Las palabras del ex-profesor de Antropología me hubieran entrado por un oído para salir, sin más, por el otro. Seguiría hoy resignado, estudiando inútilmente a filósofos, ensayistas, y demás ralea de parásitos. Pero el poder de mi mente era manifiesto, y no podía permanecer ajeno a él.
Una vez convencido de que mi energía síquica me abriría camino, no por los intrincados y devaluados bosques del intelecto, sino por las despejadas e incontrovertibles sabanas de la fuerza bruta, decidí finalmente romper con la Universidad. Pronto me apunté a un gimnasio de mi barrio con el propósito de dominar las técnicas necesarias para la práctica del deporte total de la halterofilia. Quería ser de los fuertes.

La primera la recibí en la frente con la respuesta que me dio la musculosa propietaria del negocio al evaluar mi constitución insignificante, unas carcajadas que hicieron vibrar el par de anillas suspendidas al techo con sogas, en un ángulo del recibidor, horcas preparadas para inteligencias condenadas como la mía. La atlética amazona, sin duda pensando que le tomaba su corto y engominado pelo, cargó su puño izquierdo a la altura de la oreja con intención de disparármelo directo a la mandíbula. Cerré los párpados, esperando impasible la agresión. Como el golpe se demoraba, entreabrí un ojo para ver que la mujer me señalaba la puerta de salida con un brazo hecho para maltratar amantes. Desobedeciendo su mandato, y armándome de valor, me dirigí con paso firme hacia la sala de los aparatos, disimulada tras unos diáfanos cortinajes de recio plástico. Me detuve frente a una pila de pesas semejantes a las desaparecidas monedas de 25 pesetas, pero gigantescas, abrazando la de arriba con intención de elevarla por encima de mi cabeza. Tras unos segundos de concentración, lentamente, y ante las incrédulas miradas de unos clientes que pedaleaban en bicicletas fijas, fui levantando la pesa de cincuenta kilos hasta lo que dieron mis escuálidos brazos estirados. En ese momento la forzuda propietaria dio un grito fatal que me sacó de mi ensimismamiento. Lo que sostenía con mis manos era de pronto un techo que se me desplomaba encima para ir a sepultarme. Solté la pesada carga. La pesa, lamiéndome la espalda, fue a clavarse en el parqué con un seco chasquido.
Estos sucesos pudieron costarme la vida por los destrozos causados, descoyuntado por el disco o a manos de la implacable mujer. No sucedió ni lo uno ni lo otro. Máxima, que tal era el nombre de la propietaria y monitora jefe del gimnasio, lejos de maltratarme, me miró con otros ojos, seductores, femeninos casi. Testaba la mujer, incrédula, mi heroicidad, tanteándome los bíceps.
Mentes ociosas, como la del difunto pensador Schopenhauer, aseguran que la atracción sexual surge irremisiblemente entre físicos contrapuestos para promoción de las especies, incluida la nuestra. Al parecer, Máxima encontraba en mi persona cabal complemento a la suya. Su corpulencia, debió ella de pensar, casaba bien con mi exigua facha. Yo, contradiciendo esta tesis, no acertaba a ver en la instructora más que excesos propios de un macho, en absoluto gratificantes para mi físico esmirriado.
Mi hazaña trajo el silencio al concurrido y afamado local, un silencio que era preciso para mi progreso porque, como ya tengo dicho, mi fuerza radicaba en mi mente en trance de concentración. Empero, esta nueva norma, la del silencio, entró en conflicto con una academia de kárate que hacía pared con el gimnasio. Allí, por lo visto, si uno, o una, no rugía al ir a romper con la frente una pila de ladrillos, se partía en dos la cabeza. Preguntaba en voz alta, furioso: “¿Pero qué muestras de concentración ni qué puñetas son esos berridos que me sobresaltan a cada momento, propios de leones hambrientos con las fauces abiertas en la cerviz de una gacela desahuciada?”. Máxima, favoreciéndome, protestó en el Ayuntamiento por los ruidos intolerables de quienes le hacían durísima competencia, consiguiendo que la jaula de fieras que teníamos al lado quedara insonorizada.
Las ahogadas quejas de una mujer que hacía abdominales para reducir unos kilos de más fueron reprimidas también por Máxima. Pero lo cierto es que a mí, he de confesarlo, aquellos suspiros no me perturbaban; lejos de desbaratar mi concentración, los gemidos de aquélla voluntariosa ejecutiva no sólo potenciaban mi fuerza mental, me excitaban, vaya, para provecho de mis ejercicios de pesas. Pedí a la instructora que dejara a la sufrida compañera pujar esfuerzos conmigo. Máxima, a pesar de sufrir unos terribles celos,  aceptó mi petición. Todo fuera por mis entrenamientos. Sé que hubiera cerrado las puertas del gimnasio a todas las féminas del barrio, para ella sola me quería. Muy a su pesar, las mantuvo abiertas a ambos sexos. Se dieron casos de emparejamientos obtusos que, no afectando a nuestra atlética relación, le trajeron al fresco.
Con lo que no podía yo era con las mudas y tersas carnes de un par de chicas decididamente voluptuosas en sus ajustados maillots negros. No era raro que, haciendo sus cuerpos el pino contra las barras de pared, un pecho un día, una nalga otro, se descolocaran, abandonando a bote pronto sus ceñidos sitios. ¿Cómo cerrar mis ojos a semejantes visiones? Ni de espaldas a ellas lograba concentrarme, sabedor de lo que me estaba perdiendo. Obligadas por la monitora jefe, las jóvenes tomaron a regañadientes el horario de mañana. Al final nos quedamos Máxima y yo solos en la sala de los aparatos, de seis a ocho de la tarde, de lunes a viernes, con los miércoles de descanso. A fuerza de silencio y concentración llegué a estabilizar  por encima de mi cabeza un total de 200 kilos de peso: 100 kilos en mi mano izquierda y otros 100 kilos en mi derecha. Levantaba a Máxima con mis brazos como un danzarín a su pareja en la muerte del cisne.

Un miércoles por la tarde visité una vetusta biblioteca municipal para demostrarme a mí mismo que iba por el buen camino. A lectores, estudiantes y ociosos en general les hablé de la pérdida de tiempo que sufrían poniendo a prueba sus inteligencias. Me miraron perplejos. Antes de que nadie pidiera mi expulsión me planté frente a un descomunal mueble con los volúmenes más pesados, libracos esos de filosofía y ensayo. Inspiré profundamente, me puse en cuclillas, y, con las manos en los bajos de la tremenda estantería, levanté a peso el mueble contra la pared sin mover un solo ejemplar.
No perdía ocasión para medir la fuerza de mi mente. Otro miércoles por la mañana, malhumorado en el coche buscando sin éxito aparcamiento, harto de dar vueltas a una manzana como un Newton cualquiera, paré en seco en doble fila junto a un monovolumen rojo metalizado. Abriéndome un hueco, desplacé con mis manos el furgón, dejándolo plantado en mitad de la acera. ¿Contaré que un sábado por la noche alcé y retiré de su pedestal una moderna estatua de bronce en una coqueta placeta, alegoría de la mujer gruesa?... Ah!, me encontraba en plena forma.
Un domingo a media  tarde, merendando en una hamburguesería, Máxima me recomendó que fuera al Registro Civil para cambiar mi nombre, Ernesto, por otro menos refinado, más afín a mis atributos. “Cesar Augusto te sentará de perlas”, me dijo, embelesada, limpiando mi boca de un resto de mostaza.

Pasados unos meses levantando todo lo que se me ponía por delante con mi nombre imperial, Máxima me habló de la alta competición. Visualizamos juntos unos videos de levantadores de pesas. Quedé fascinado, lector o lectora. Ver subir a un estrado a aquéllos campeones, ver sacudir al aire sus poderosos brazos y piernas, marear sus cabezas con movimientos giratorios de cuello, mirando con suficiencia a un público atónito, encogido de admiración… me arrebató. Aquellos gestos imposibles, implacables (retortijones de labios, arrugamientos de nariz, cerrazones de párpados), testimonios elocuentes de un sufrimiento en bruto, conmovieron mis entrañas. Eran Hércules redivivos, demostrando su poder frente a millares de entusiastas griegos y troyanos. Esos semidioses: ¿serían conscientes de estar poniéndose al mundo por montera en los supremos instantes del levantamiento?

Aconsejado por Máxima me presenté en la Federación Nacional de Halterofilia. Tuve que hacerles una demostración de fuerza porque no me hacían caso. Delante del Presidente del organismo deportivo cogí y levanté a peso su mesa de despacho, que, a tono con su cargo, pesaba un quintal. Me hicieron firmar rápidamente unos papeles. Andaba escasa la Federación de primeras figuras por aquéllas fechas, por lo que en breve pasé a formar parte del equipo nacional de levantadores de pesas.
Ya en el primer entrenamiento mis compañeros de esfuerzos recelaron de mí. ¿Cómo era posible, se interrogaban, que un anoréxico como yo pudiera realizar las gestas que ellos protagonizaban? Se lo demostré, vaya que sí, levantando de improviso, con mi dedo índice bajo su mandíbula cuadrada, a uno de ellos, un tal Severo de la Cuadra. Quintiliano Bravo, el más fornido de todos, protestó en la Federación alegando sin ninguna gracia que él no levantaría ni una mosca mientras Cesar Augusto formara parte del tándem.  Le taparon la boca con la amenaza de su expulsión. Triunfos, querían triunfos. “Yo se los pondré en bandeja”, me dije entre dientes.

Máxima era feliz en mi compañía. Yo tenía mis reservas. Puesto entre la espada y la pared, me resigné a mantener con ella una relación esforzada. Cuando nos íbamos a la cama me pedía que alzara su cuerpo con el empeine de un pie bajo su duro e imponente trasero, mi pierna tiesa como una tabla; o con el cuello, ajustada mi nuca entre sus atenazadoras ingles. Para no herir su orgullo combativo, extremo, consentía yo en que me lanzara al aire con feroces abrazos preparatorios. Una fortísima madrugada de lunes, llegados los momentos previos al espasmo final, llegué a elevarla con la sola concurrencia de mi sexo. “¡Ave, Cesar Augusto! ¡Te saluda la que va a morir de gusto!”… desbarraba mi monitora. A pesar de sus gritos incontrolados, nunca perdí la concentración en mis arriesgados ejercicios amatorios con Máxima.

Se preparó el equipo olímpico para hacer un viaje a Alemania. Había convocadas unas importantes jornadas atléticas en el país de los germanos. Antes de subir a la aeronave en el aeropuerto quise marcarme un farol haciendo ostentación de la buena forma que disfrutaba (había decenas de periodistas en la pista) levantando las ruedas de estribor del tren de aterrizaje. Me negaron la hazaña aludiendo razones de seguridad. ¡Je!, desconfiaban de mi poder de concentración. Juré resarcirme en el estadio olímpico alemán con una proeza desmesurada que pasara a los anales de las fuerzas sobrehumanas. Quintiliano Bravo, reconcomido por mis frecuentes brabuconadas, quiso aplastarme allí mismo, por la espalda, contra el cemento de la pista. Máxima, siempre atenta a mi persona, me avisó del vuelo del levantador cuando ya caía a plomo sobre mí de lo alto de la escala arrimada a la portezuela del Airbus. El Bravo se rompió seis costillas y perdió el conocimiento, causando baja inmediata en la expedición. En el tenso silencio de mis colegas, en sus miradas asesinas, barrunté la venganza.

Era óptima la tarde que me tocó en suerte para demostrar mi fuerza hercúlea al planeta. En el estadio olímpico soplaba una confortable brisa, el termómetro marcaba diecisiete grados de temperatura, la humedad ambiental no podía ser más propicia. No obstante, el público que abarrotaba las gradas no paraba un momento quieto. Las banderas multicolores que agitaban, sus concertados gritos de aliento, en lenguas incomprensibles para mí, me perturbaban. Se equivocaban conmigo, me confundían con un espontáneo o un simple auxiliar de juez. Exigí de los árbitros un silencio absoluto en el recinto. Al cabo, tronó una voz por los altavoces reclamando compostura en alemán, un respeto al atleta que se disponía a efectuar su prueba. Se amansaron las masas, aunque no lo bastante. Sin pensármelo dos veces, de un salto bajé del estrado al césped artificial para arrancarle de las manos el micrófono al árbitro. Grité que yo era Cesar Augusto Montesinos, el gran levantador de pesas, y que, o callaban todos como muertos, o empezaba a levantarles el campo. Lo dije en español, el único idioma que hablo, por lo que la mayoría no entendió mi soberbia amenaza. Quizá se asustaron de las voces que di. Sea como fuere, logré hacerme obedecer y callaron expectantes.
Subiendo los peldaños de lo que entonces ignoraba sería mi cadalso, me fijé en las caras enormes de los compatriotas con los que formaba el tándem. Agitaban sus cuantiosas carnes aguantándose las risas, musitándose chismes al oído. Se mofaban de mí los muy necios. Mirándolos con altivez, lavé mis manos en un aguamanil con polvos de yeso.
Colocándome en posición frente a la haltera, con dos pesas en los extremos que sumaban cuatrocientos cincuenta kilos, récord mundial a batir esa tarde, me concentré sin problemas. Empezaba a tirar hacia arriba de la barra cuando me percaté de que algo no iba bien. Estaba perfectamente concentrado, era de todo punto imposible que las pesas no se movieran. Mi primer intento resultó un fallo. Procedí con el segundo abstraído hasta lo abstracto. Las pesas parecían formar parte inseparable del tinglado que pisaba. Máxima, dándome ánimos, pateaba con furia una bolsa de deportes llena de ropa sudada. El segundo intento acabó con otro fallo. Perdía la concentración por momentos. “¡Vamos, emperador! ¡Que tú puedes!”, me dijo por lo bajito Bruto Recasens. En tan crítico momento me vino a la mente una sentencia del ex-profesor de Antropología, en la residencia de la tercera edad: “Joven, el pensamiento, la reflexión, se baten en franca retirada”. Desde luego que sí, viejo profesor. Pero allí arriba, lector, lectora, con mi torso flexionado, las manos aferradas al macizo tubo de hierro, observado por miríadas de ojos, y en tanga, yo no pensaba de motu propio en nada, no reflexionaba nada, mi mente permanecía en blanco. Luego, entonces: ¿cómo es que las pesas no levitaban?  
Los jueces alzaron un banderín verde anunciando mi tercer y último intento. Máxima forcejeaba con el dueño de la bolsa de deportes, un apolíneo lanzador de jabalina de nacionalidad checoslovaca. Haciendo un último e ímprobo esfuerzo volví a reconcentrarme en la nada absoluta. Me incliné de nuevo sobre la barra, aferrándome a ella como un náufrago a un cable. Tiraba del frío metal hacia arriba con toda mi alma. Abrí los ojos para tomar con ellos, desesperadamente, el aire que mi boca, sellada, no aceptaba, y vi mi rostro desencajado en una pantalla gigante. Horrenda faz. Los goterones de sudor me ensuciaban las lágrimas. Con el estómago fuertemente comprimido no pude reprimir una breve y aguda ventosidad de la que, por fortuna, gracias a las grandes superficies del estadio olímpico, no hubo noticia. Las pesas me empujaban hacia abajo, al infierno del fracaso.

De pronto, sin ser consciente de lo que hacía, golpeé  mi frente contra el cilindro de hierro lanzando un alarido bestial, como un espigado karateca de la academia vecina. No saben nada los japoneses, ¿eh, Máxima?... Máxima…¿Por qué me dejaste?
El pavoroso golpe tuvo su efecto: las pesas abandonaron su mortal reposo y se elevaron unos centímetros del piso. Ebrio de fuerza, con cuatrocientos cincuenta kilos sobreañadidos a mi peso, comencé a dar cortos y azarosos pasitos: uno adelante, dos hacia atrás, otros dos adelante, uno y un poco más en transversal. Un peligroso baile con la gravedad letal. Los jueces, abajo, sin apartar de mí sus miradas, abandonaron las banquetas  alejándose del patíbulo en el que yo me debatía.
A un metro escaso del límite norte de la plataforma logré descansar la barra en mi clavícula. Ahora tenía que poner la rodilla izquierda, la buena, al suelo, humillando al mismo tiempo la cabeza para pasarme la haltera de la clavícula a la nuca en un rápido movimiento. Disponía de unos segundos para tan peliaguda maniobra. Conté hasta tres segundos y puse mi rodilla en tierra. Pero fue no más que un fatal momento. Apenas contactada mi rótula con la lona, la barra se me desplazó hacia delante, clavándome el mentón en el esternón, quedando ambos huesos fracturados ipso facto. Las pesas, antes de ir a enterrarse en la hierba, chocaron contra el borde de la plataforma dejando a su paso dos gruesas y limpias muescas, causando un gran destrozo. Arrastrado por mi instrumento de tormento caí al vacío en retorcida postura de pelele, un tirabuzón mortal de necesidad, quebrándose mi pierna izquierda al impactar sobre ella casi doscientos cincuenta kilos de hierro.

Máxima me abandonó. Ni si quiera se tomó la molestia de ir a visitarme al hospital en el que pasé nueve meses convaleciente. Me dieron el alta con múltiples secuelas físicas; las psíquicas sólo yo, y algún que otro lector o lectora avispado, las conoce. Aún las padezco. Lo primero que hice al poner en la calle las ruedas de la silla que abandono sólo para ir a orinar, por consejo de mi médico, fue acudir de nuevo al Registro Civil. El funcionario que me atendió, curado ya en salud frente a tanto transformista y simulador de identidades, me pasó mecánicamente la instancia en la que solicitaría se me restaurase en mi antiguo, refinado, e inofensivo nombre: Ernesto Montesinos.
El año pasado me matriculé en la Universidad A Distancia para cursar estudios de antropología por línea ADSL (Asymmetric Digital Subscriber Line, es copia literal del inglés, ignoro lo que significa, no me importa). Me pregunto qué sería hoy de mí sin Internet. Mis amistades, mi música, mis romances, mis obsesiones… todo leve cual plumón de colibrí, elevándose graciosamente en la pantalla del PC con el mínimo esfuerzo de mi índice derecho. Pero yo sé que no me basta, que, esto, también tiene que pasar.

Amaro Cimarra

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Published on e-Stories.org on 29.09.2012.

 
 

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