Cambio

Cambio. Acudí donde, antiguamente, florecían los manantiales de risas y de vida. Donde la raíz se formaba en lo oculto y desarrollaba en flor y donde se hacía posible el encuentro entre esferas. No estabas. Rebusqué entre los antiguos caminos, veredas del tiempo, recovecos de las horas, senderos de los destinos de los hombres, riberas de las caídas de los antiguos imperios. No, no te habían visto. Recorrí las alambradas de las desgracias, los campos del tormento, las fosas de las amarguras, las trincheras de los desalientos. No te encontré. Toqué el invisible techo de mi conciencia. Allá arriba, donde se supone que no hay límite más que el de uno mismo y el de quien desee colocar término a su vida o a la existencia de sus pensamientos. Habías desaparecido. Quise preguntar a aquel que segúia erguido sobre su montura, jinete sin rostro, guardián temeroso de lo oculto, cuyas vestiduras mostraban su corazón pero cuya faz era el desencanto. Al tocar su capa, toda su figura se hizo cenizas entre las yemas de mis dedos. Y tú, seguías ausente. Pude subir donde mi curiosidad, insaciable, me llevaba y comprender todo lo arcano de la vida, lo misterioso de la existencia. Pero, por una vez, no lo deseaba. No era mi prioridad. Vencí a mi mismo miedo, al ansia de tenerlo todo pronto, cerca, a tiempo. Pasé por encima del dolor y de la incapacidad, de las tretas de los hombres y de la bondad y la maldad. Ya no supe qué hacer. Miré, entonces, a través del espejo y te vi. Tu sonrisa me dijo que era la última vez que te encontraba. Sólo restaba hacer dos cosas: volver atrás o permanecer allí, esperando que algo me indicara cuál era el próximo proyecto. Aparté el espejo. Detrás había una puerta. La abrí. Y entré.

Mayte Aláez. Pernelle.

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