Fermín Vidales Martínez

LA VIDA DIAPOSITIVA DE IGNACIO COMTE

  

UNO

Me llamo como me llamo y soy filósofo de profesión. Enredo con igual entusiasmo en todas las doctrinas, y luego ofrezco mis conclusiones a unos alumnos indiferentes de un instituto cualquiera. Nunca me rindo.

Hoy me ha pasado algo singular. Llevo meses fraguando similitudes entre las entrañas del átomo, las de la galaxia, y las del hombre divino. Desde que me embaucó la apostasía esmeraldina de los versos de Hermes Trimegisto. Hoy precisamente, precisamente hoy, no sé por qué, me he percibido tal y como lo hacen los demás: la lengua nerviosa, los hombros vencidos, la mirada deambulando, y un brillo de cansancio por encima de las cejas. Pero no he cobrado consciencia de mi absoluta decrepitud hasta que Cristina me ha arrojado a la cara una fotografía con los bordes desgastados.

- Éstos éramos nosotros. Míralo, míralo bien- ha gritado con rabia.

Yo fantaseaba con que Cristina venía acumulando el hastío de nuestras vidas con mansedumbre y resignación; pensé, en un alarde de inverosimilitud, que así continuaría, mansa y resignada. De manera que no me esperaba aquella explosión desproporcionada.

El retrato me ha clavado una esquina en un lado de la nariz, y me ha abierto una ligera herida por la que ha brotado una gota minúscula de sangre. He cogido la estampa y se me han revuelto las tripas. Muestra dos jóvenes reventando de felicidad por los cuatro costados delante de un barco en un muelle del Pireo. Es nuestra luna de miel. Habíamos acudido a Atenas para que ella, experta en lenguas muertas, pudiera descubrir por qué le entraban unas tremendas ganas de llorar cada vez que oía a Theodorakis cantando el poema de Seferis: Arnisi

Después de diez días merodeando entre los olivares y las piedras inconmovibles, representando ostracismos en el Ágora y caminatas peripatéticas, y bebiendo en los mismos escenarios que los dioses viejos y los hombres modernos, Cristina decidió resolver el misterio del poema de Seferis con otro poema, y me dijo: mi alma llora porque escucha la canción con la que le acunaban al principio de los tiempos.

Realmente me parece que aquel viaje a Grecia pertenece al principio de los tiempos.

Así que esta misma noche, mientras entretengo la vigilia con un cigarro tras otro, mientras me busco en el retrato inmemorial, me dejo envolver por la idea absurda de tomarme un descanso y volver a mis raíces.

DOS

Durante el desayuno la idea me parece lejana e irreal -muchas genialidades noctámbulas se vuelven estúpidas cuando las alumbra el sol- pero se lo comunico a Cristina igualmente.

- Adónde irás- me pregunta ella con un interés parco.

- A Villa Oruga.

Cristina me mira poco convencida.

- Verdaderamente quiero reponerme. Sé que ha sido una época difícil. Algo se torció en nuestra vida e intuyo que por mi culpa, pero no consigo dar con el momento exacto en que sucedió, así que lo mejor será desandar todo el camino y empezarlo de nuevo.

Cristina no dice nada. Sale de la cocina y comienza a empaquetar mis cosas en silencio, y en silencio me da un beso breve en la mejilla, y en silencio llora cuando cierra la puerta de casa detrás de mí. Tal vez en su cabeza están sonando aquellos versos remotos: πήραμε τη ζωή μας· λάθος! / κι αλλάξαμε ζωή.)

TRES

En cierta ocasión leí, no recuerdo dónde, que cuando Adán y Eva fueron expulsados del Jardín se produjo una fractura abismal en sus almas, una herida irreparable que se imprimiría en la médula de sus genes y se transmitiría a las ramas subyacentes del árbol genealógico en la forma de una tristeza insondable, a la que podríamos llamar la melancolía del Paraíso perdido. Me parece una hipérbole preciosa para describir el desarraigo general de la humanidad, pero hipérbole al fin y al cabo si la aplicamos a los casos concretos. Es frecuente que el exiliado, después de algún tiempo fuera de la patria, fantasee constantemente con poseer el don de la ubicuidad para estar a la vez en todas las partes a las que pertenece su nuevo corazón desmenuzado. Pero esa omnipresencia sólo cabe en la geografía onírica, donde no es raro circular por la amplia Avenida de una ciudad y a la vuelta de la esquina toparse con el columpio marchito de la plaza del rincón abandonado, o con una reunión de amigos de todas partes. Y en el sueño se pregunta el exiliado por qué no vuelve a su tierra más a menudo estando tan cerca, simplemente a la vuelta de la esquina. Pero luego acaba el sueño, y la euforia del corazón reunido desaparece súbitamente, y los pedazos vuelven a desmigajarse, dejando en el pecho la gravedad de la mutilación.

Mi caso, sin embargo, nunca ha sido éste. Quizás influya el hecho de que devine huérfano con cinco años y que me crió mi única familia, una tía abuela tirana muerta hace siglos. Quizás porque desde la infancia pauté mi propio universo con la Filosofía, y los muros de Villa Oruga me parecían demasiado estrechos para indagar. El hecho es que partí de Villa Oruga a los dieciocho años de edad, a la búsqueda de un mundo más ancho, y nunca me han asaltado los anhelos del exiliado. Pensaba que no le debía nada a aquel pueblo recóndito de la hoya malagueña.

Cómo se me ha ocurrido volver, no tiene sentido, me digo mientras circulo por el cruce de Coín. Debería haber regresado con Cristina al puerto del Pireo. Tendría que haber esperado a que se consumiera la fiebre nocturna antes de tomar una decisión.

Insólitamente, nada más adentrarme en la avenida de Andalucía con el coche, noto cierto bienestar inexplicable. El color de las buganvillas derramándose por las paredes, las palmeras arañando majestuosamente el cielo y el lento caminar de unos viejecitos confieren a la entrada del pueblo un aspecto evocador de frontera a la utopía. Percibo el ritmo andaluz calándome, lentamente lento, y me siento reconfortado bajo el sol indomable y el aroma de los geranios y los rosales y la hierbabuena.

Veo cómo me miran algunos conforme avanzo con el coche, curiosos, intentando averiguar quién es el que llega. Adivino lo que sienten porque yo he sentido esa misma curiosidad, tantos años atrás. Porque ahora recupero todas las sensaciones que creía tan olvidadas que ya no me pertenecían. Así que yo también los miro, con el desconsuelo de que no reconozco a nadie. Tal vez no los conozco, o tal vez me he olvidado de ellos.

Aparco por encima del cuartel de la Guardia Civil y saco el bolso del maletero. He considerado entrar a tomarme algo en el bar, pero luego he decido que prefiero ducharme y dormir algunas horas para sacudirme el cansancio del viaje. Mejor así. Veremos lo que me depara el día de mañana.

Me encamino al Hostal Villa de Oruga para buscar alojamiento. El cuartel viejo.

CUATRO

En el hostal no me han pedido el carné de identidad, y he improvisado un nombre cualquiera: Ignacio Comte. Puesto que nadie me reconoce fingiré que soy una persona diferente. Será divertido no ser yo durante una temporada. Será saludable, tal vez, para mí, para Cristina, para los recuerdos del puerto del Pireo.

Dentro de la habitación del hostal la vida de Ignacio Comte se desarrolla en una hoja de papel arrugada: soltero, médico de Valladolid agobiado por su vida, decide romper con todo, quién sabe por qué razón; tal vez haya algún secreto oscuro en su pasado, como el de John Wayne en el hombre tranquilo; al principio se mostrará huraño, pero tras unos días, con el roce, la gente se dará cuenta de que es de natural alegre y extrovertido. Simplemente necesitaba un poco de aire nuevo.

Miro el pedazo de papel y resuelvo que es un buen comienzo para una vida. Probablemente con el paso del tiempo aquella personalidad irá enriqueciéndose con matices. Todavía ignoro si seré capaz de meterme en el personaje sin modificarlo con mi propia idiosincrasia. Ya veremos.

CINCO

Con esta perspectiva nace Ignacio Comte en Villa Oruga. De vez en cuando me topo con el gesto desconfiado de alguien y pienso que el juego está concluido. Saben quién soy. Sanseacabó esta tontería ridícula.

Sin embargo, tras unos minutos todos dan por buenos mis argumentos e Ignacio Comte respira aliviado porque puede continuar viviendo. Un día más. Una hora más. Un minuto.

Poco a poco disminuye la inquietud de Ignacio Comte. El médico de Valladolid se vuelve altivo, y se apodera de mí completamente. Sólo me acuerdo de mis estudios para olvidarlos. Sólo me acuerdo de Cristina porque no me acuerdo de ella. Ni del puerto del Pireo. Ni del retrato que lo ha causado todo. Yo voy desapareciendo bajo la sombra progresiva de Ignacio Comte.

SEIS

Me levanto con el canto urgente de los gallos del Puerto Monda, me adecento y salgo a vagabundear. Villa Oruga ha cambiado muchísimo en treinta años, pero yo prefiero las calles viejas, más umbrías, más estrechas y más moras. No es la nostalgia de mi persona antigua. No es que los recuerdos agarrados a la piedra se impongan. Simplemente son los gustos estéticos de Ignacio Comte.

Me pierdo en el laberinto del Castillejo, lleno de rincones insólitos, de arriates y de macetas chorreando, de sombras sugerentes. Me abandono al idioma de los corrales del Mocabel, a las cuestas rotas del Cerrillo y de la Torre, a los veneros que desgarran, con su rumor tranquilo, el suelo del Ventorrillo. A Ignacio Comte le encanta el pueblo escondido debajo del pueblo nuevo.

A mediodía bajo a la Plaza para desayunar.

- Hay que joderse, doctor, nosotros fritos por encontrar un trabajo de mierda y usted que abandona el sueldo del hospital. A los ricos no hay quien los entienda. Tómese un copita de anís.

- No, gracias, estoy a régimen. En la vida hay otras cosas aparte del dinero.

- Dígaselo a mi mujer en cuantito la vea.

- Se lo diré, no te quepa la menor duda- sonrío yo.

Después compro el periódico en el quiosco, almuerzo en cualquier sitio mientras lo hojeo, y vuelvo a mi habitación.

Paso la tarde leyendo unas novelitas y compilaciones de relatos de terror y de ciencia ficción que alguien ha olvidado en el hall. El doctor Comte prefiere aquella literatura, aunque, probablemente, le costaría reconocerlo en sociedad.

Al atardecer salgo de nuevo, esta vez para tomar cerveza con los villaorugueños.

SIETE

Después que cuartel y antes que Hostal de Villa Oruga el edificio ha albergado una academia de sevillanas, una academia de mecanografía, una academia de inglés, un taller de corte y confección, y una guardería. Los negocios fracasan irremediablemente y el recinto, que nunca dejará de llamarse el cuartel viejo, queda en las manos impunes de la chiquillería. Tal vez este tráfico incesante ha tatuado en las paredes los susurros que Ignacio Comte escucha por las noches. Tal vez el doctor Comte está al borde de la locura, y por eso le encantan los cuentos de terror y de ciencia ficción. O lee cuentos de terror y de ciencia ficción y por eso está al borde de la locura y por las noches, en la cama, oye esos susurros saliendo de las paredes de su habitación.

OCHO

Usted es médico, me dice Pedro el de la Rocío. El castillo de naipes se tambalea. Ignacio Comte se resiste a la muerte y se acuerda de que esconde un as en la manga: la artimaña de John Ford; el misterio de hombre tranquilo que le ha llevado allí: operé a un hombre en estado de embriaguez y lo dejé paralítico; me retiraron la licencia y perdí el rumbo y prometí que nunca ejercería de nuevo.

- Estoy de vacaciones indefinidas, Pedro.

El secreto debe revelarse sólo al final, cuando no hay otro camino.

- Lo mejor será que vayas al ambulatorio.

- No es por mí. Es un animal que tengo.

No hay peligro, piensa el doctor Comte. Entonces busca un veterinario, dice.

- No lo sé, es que no conozco a ninguno de confianza y traer uno aquí me saldría por un ojo de la cara. Es un caso un poco raro, ¿sabe? Sólo le pido que le eche un vistazo y me de su opinión.

- Está bien- accedo.- Pero los animales y las personas son dos mundos completamente distintos. Distintos completamente.

NUEVE

Subimos con el Land Rover de Pedro por el camino polvoriento del Puerto y frente al cementerio tomamos el carril de la izquierda. En lo alto de una loma dura está la cuadra de Pedro. Y dentro de la cuadra de Pedro está el unicornio de Pedro.

DIEZ

Es pequeño y asustadizo y blanco como las nieves del Kilimanjaro. Todavía le cuesta ponerse en pie y mantener la cabeza erguida. Su cuerno es un cucurucho de plata por encima de los ojos tristes.

ONCE

- ¿Qué cree que le pasa, doctor?

- No le pasa nada, Pedro. Es un unicornio. Un especie rarísima.

- ¿Cómo es eso posible? La madre era una yegua sana y fuerte, una yegua joven normal. Cómo va a parir una mastín a un galgo.

- Con estos animales todo es magia.

- Así será, porque le juro que a la yegua no la habían montado. Es como lo de la virgen en versión caballo, no sé si me entiende. La pobre se murió en el parto. Por mí le hubiera endiñado un tiro hace tiempo porque esto sólo puede ser cosa del demonio, pero mi Ángela se ha encaprichado con él y viene todos los días a jugar y a darle el biberón. Lo que me da miedo es que sea peligroso.¿Usted qué opina?

- No te preocupes, Pedro. Los unicornios no hacen daño.

Pedro el de la Rocío apoya la yema del dedo índice en la punta del pitón.

- ¿Está seguro?

- Segurísimo. Pero si no te quedas tranquilo puedes venderlo. Te pagarían una fortuna. Ya te digo que son animales muy raros.

- No. A mi Ángela le daría algo. Sólo quiero pedirle un favor.

- Tu dirás.

- No comente nada en el pueblo.

- Descuida.

DOCE

- ¿Por qué no se busca una casita en vez de estar pagando una habitación en el cuartel viejo?

- Todavía no tengo claro cuánto tiempo voy a quedarme.

- Hay una casa vacía en la calle Hospital. Si decide quedarse una temporada larga me avisa. Conozco bien a los dueños y son gente cabal. No abusan.

- De acuerdo.

Digo de acuerdo por cortesía. Me agradan los libros del hostal y los susurros de las paredes sugiriéndome historias. Me encandilan.

TRECE

Al mercado de los jueves le llaman el barato. Los puestos se levantan a los lados de la Avenida de Andalucía y se forma una pequeña feria antes de las doce. Bajo a mezclarme con la gente y todos me saludan, buenos días doctor, y me sonríen ampliamente.

A la altura del tenderete de un negro que vende relojes y carteras de cuero y cinturones me paro y veo a la mujer de Pedro el de la Rocío, quien regatea en el puesto de las verduras. Le acompaña su hija Ángela. El nombre le sienta bien. La describe. Andará por los doce años y tiene el pelo rubio y ensortijado. Tiene la cara redonda, con la frente clara, la nariz perfectamente isoscelar y unos ojos grandes y limpios. Me la imagino acariciando la testa del unicornio y le sonrío. La niña me devuelve la sonrisa y esconde la cabeza detrás del cuerpo de su madre.

CATORCE

Entro en el bar de la plaza y recibo con un gesto vago de la mano los cabezazos al aire de Jacinto, el propietario, y los únicos cuatro únicos parroquianos del momento, quienes andan enzarzados en una partida de dominó.

- Ponme una cerveza, Jacinto.

Jacinto lleva un palillo de dientes en la boca y consigue llevarlo de un extremo al otro a la velocidad de la luz.

- Poco trabajo, ¿no?

- Toca esperar- dice Jacinto, y arruga el morro hasta que la punta del palillo parece la lengua de una libélula, y asiente, y cuando creo que así está cerrado el asunto añade - Cuando la costa está bien hay trabajo para todos, y cuando hay trabajo para todos no hay trabajo para mí. Así son las cosas.

- Así son- repito yo. Y le doy otro trago a la cerveza mientras veo sin mirar la partida de dominó.

QUINCE

Enciendo la luz de la lámpara que hay en la mesita de noche y miro el reloj sobresaltado. Son las tres de la mañana. Me cuesta unos instantes darme cuenta de que no estoy saliendo de una pesadilla. El tiempo que tardan los golpes en repetirse. ¡Pum, pum, pum! ¡Pum, pum, pum!

Salto de la cama y abro la puerta de mi habitación sin reparar en que estoy medio desnudo, y me encuentro con Pedro el de la Rocío con la figura entera alborotada.

- ¿Qué pasa, Pedro?

- ¡Tiene que venir a mi casa, doctor!

- Pero...

- ¡Tiene que venir a mi casa, doctor! ¡Es mi niña! Algo le pasa a mi Ángela.

DIECISÉIS

La casa de Pedro está en una de las calles del barrio nuevo. Será una casa espaciosa seguramente, pero en la penumbra intranquila de la madrugada aparece oprimida. Toda la familia está en pie. Incluso merodean algunos vecinos que se han alertado con el alboroto.

Ángela está en su cama, tumbada boca arriba, sudando a mares y temblando y castañeteando los dientes. Cada dos o tres segundos contrae las facciones en un espasmo de dolor, pero aun así continúa sin alterarse su hermosura. Oigo su respiración ajetreada y le palpo la frente empapada.

- Tiene mucha fiebre. Lo mejor es llevarla cuanto antes a Málaga.

- ¿Qué le pasa?

- Seguro que se trata de alguna infección. No será grave pero aquí no podemos hacer nada.

DIECIOCHO

Cuando Pedro y su mujer regresan de Málaga, Villa Oruga ya conoce parte de la noticia: Ángela murió por el camino.

DIECINUEVE

- Entró por la azotea y se metió en su cuarto. La pobrecilla estaba tan asustada que no podía ni gritar. Cuando terminó se fue por donde había venido y la niña se metió en el baño y se frotó todo el cuerpo con lejía para despegarse el asco. Así le ahorquen al hijoputa.

VEINTE

Me siento en el borde de la cama y me pregunto si podría haber hecho algo más. Yo soy médico.

 

VEINTIUNO

- Lo siento mucho, Pedro.

Ha pasado más de una semana y el hombre muestra un aspecto de cansancio infinito.

- Qué vas a hacer ahora con el unicornio.

-He ido a pegarle dos tiros, pero ya estaba muerto. Lo he enterrado debajo de un almendro.

- Lo siento, de verdad que lo siento.

Entonces Pedro me mira.

- ¿Te acuerdas el día que nos fuimos al charco del muro y yo le había quitado un paquete de tabaco a mi padre y nos lo fumamos entero? Menuda borrachera. Qué paliza me gané.

- Sabes quién soy en realidad.

- Todo el pueblo lo sabe.

-Desde cuándo- sonrío con tristeza.

-Desde que te bajaste del coche.

-Por qué no me dijisteis nada.

-Tendrás tus motivos para hacer lo que has hecho.

Pedro se enciende un cigarro y me escruta.

- Me marcho hoy mismo- anuncio súbitamente con la voz ahogada.

- Buena suerte, doctor.

 

 

VEINTIDÓS

Antes de abandonar la habitación del cuartel viejo escarbo un agujerito en una de las paredes y entierro el alma de Ignacio Comte para que pueda susurrar junto a las demás almas que yacen bajo la cal.

Monto en el coche y arranco.

Cuando abandono la Avenida de Andalucía pienso en Cristina. Le preguntaré si quiere que regresemos al puerto del Pireo. Tal vez aún no es tarde para seguir avanzando.

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Published on e-Stories.org on 03.10.2009.

 
 

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