Jona Umaes

Mezquita

Llegó a Córdoba al atardecer. Dejó la maleta en el hotel y después de picotear algo que traía para el viaje salió hacia el Alcázar. Ya había oscurecido, pero aún se podían ver muchos transeúntes por las calles adoquinadas del barrio judío. Cuando pasó junto a La Mezquita se escuchó por un altavoz la llamada a la oración árabe. Aquello no se lo esperaba y le impresionó porque el sonido se ahuecaba por las calles estrechas y siendo como era de noche le pareció como si le transportase a otro lugar.

Cerca del Alcázar vio el Monumento a los Amantes. Una escultura con dos manos enlazadas era el escaparate para los versos apasionados que estaban escritos al pie, en castellano y árabe. Versos de dos poetas enamorados que expresaban con desgarro su sentir.

Guardó cola para entrar al espectáculo “Noches mágicas en el Alcázar”.

Una estatua de Alfonso X El Sabio daba la bienvenida en la entrada. Después de una proyección de la historia de Córdoba sobre una pared en los jardines que daban acceso a los baños árabes, pasó junto al grupo al complejo de jardines con fuentes alargadas. Repletas de pequeños surtidores jugaban con el agua moldeándola en arcos que se entrecruzaban a distintas alturas. El espectáculo de luces era maravilloso, cambiando la iluminación al ritmo de la música y el agua. El grupo recorrió cuatro grandes fuentes cada una con su encanto y variando música y efectos en el agua. En la última fuente y para culminar la visita, el agua que surgía de los surtidores centrales formaba una cortina que se mantenía constante y en la que proyectaban imágenes del arte y folclore andaluz, siempre amenizado con música de la tierra. A lo lejos se podía ver una de las torres del Alcázar iluminada con tonos anaranjados y en el fulgor de las luces del centro de la ciudad.

Terminó la noche dando un paseo por la orilla del río hasta el Puente Romano, donde pudo ver de un lado la Torre de Calahorra y del otro La Puerta del Puente, en la Plaza del Triunfo. Por allí volvió al hotel, paseando por el lateral de la Mezquita que estaba junto a la plaza.

Al día siguiente fue a la Oficina de Turismo que estaba en la Plaza de las Tendillas. Se sentó en un banco de cerámica, frente a un quiosco. Comenzó a mirar el plano que le habían dado y una chica apareció para comprar algo. Iba vestida de negro, con pantalones vaqueros y blusa de encaje. Cuando terminó en el quiosco y se disponía a marcharse él se levantó para abordarla.

 

― Perdona, ¿para ir a La Mezquita…?

 

La chica comenzó a explicarle. En ese momento dejó de escuchar y oír. Se abstrajo de todo y escrutó los rasgos de la chica. Llevaba el pelo negro recogido. Su rostro irradiaba juventud y vitalidad. Sus labios eran delgados y la mirada era clara y franca. El brillo de sus ojos aún se mantendría por muchos años si la vida se portaba bien con ella. Tenía la belleza natural de las mujeres en las que el maquillaje, en vez de embellecer produce el efecto contrario.

 

Cuando la chica estaba terminando la explicación volvió el sonido a sus oídos.

 

― Entonces por esta calle mejor, ¿no?

― Sí, es más rápido.

 

― Muchas gracias.

― Tienes unos ojos muy bonitos, le dijo con la mirada.

 

Ella sonrió como si hubiera captado el halago.

 

Se alejó deteniéndose frente al monumento al Gran Capitán antes de ir calle abajo dirección a La Mezquita con la imagen de la chica aún en su mente. Pasó junto al Conservatorio de Música y el Convento de las Carmelitas Descalzas.

 

Entró al Patio de los Naranjos por la Puerta de Santa Catalina, La puerta de bronce estaba sembrada de clavos y dos tenía dos cabezas de león como aldabas. Desde allí tenía una buena perspectiva de la Torre del Campanario, antiguo Alminar. Al pie de la torre había una gran fuente donde la gente aprovechaba para refrescarse y hacerse fotos. Junto a ella una minúscula fuente donde yacían numerosas monedas, huellas de anhelos o “por si acasos”. Halló cerca de ésta otra fuente frente a la pared de la Mezquita, donde un surtidor soltaba un buen caño de agua. Los laterales del patio eran pasillos con numerosos arcos mirando hacia el monumento.

 

Cuando al fin entró en La Mezquita, vio un millar de columnas, sostén de arcos en herradura con franjas blancas y rojas, sumidas en una leve oscuridad y filtraciones albinas del exterior. Las lámparas brasero que pendían del techo por largos hilos irradiaban halos blancos desde sus entrañas contribuyendo al ambiente mágico del recinto.

Las bóvedas con áurea iluminación combinaban armoniosamente con el blanco que se colaba por las ventanas.

El recinto lo circundaban capillas y en la zona central se levantaba el coro y la Catedral renacentista que con su fuerte luz contrastaba con la penumbra en la que se sumían los arcos árabes.

Un rosetón proyectaba un haz multicolor sobre el suelo de mármol que era lugar de foto-recuerdo obligado. Junto con los ventanales góticos cromáticos completaban el conjunto lumínico de La Mezquita.

 

Los guías se paraban para soltar su sapiencia a los grupos de turistas. Verborrea sin ritmo ni expresividad que repetían una y otra vez, día tras día.

 

Fue en la zona sur, más oscura por la leve luz roja de las lámparas donde un turista topó con él mientras hacía una foto. No se lo esperaba y perdió el equilibrio. Buscando donde apoyarse para no caer hacia atrás se apoyó en la pared y algo cedió bajo su mano. Una puerta aparentemente invisible se abrió girando rápidamente y transportándolo al otro lado del muro. Todo fue tan rápido que de repente se vio a oscuras en un lugar oculto, con un fuerte olor a humedad, espantosamente silencioso. No oía el más mínimo ruido de la Mezquita.

 

― ¿Cómo es posible?
 

Por mucho que aporreaba la puerta aquel sonido no llegaba a ningún oído. No podía hacer otra cosa que avanzar. Sacó el móvil y con la luz de flash iluminó lo que era un pasillo de paredes de piedra. A ambos lados de la pared había teas inertes desde hacía mucho tiempo. Tras un recorrido corto llegó a unas escaleras de caracol con pronunciado desnivel. Los escalones eran enormes bloques de piedra sin pulir. Tenía que ver bien dónde pisaba para no dar un paso en falso. No supo cuántos metros descendió cuando llegó al final y se encontró en un rellano y una vetusta puerta cerrada con cerrojo oxidado que le costó mucho desplazar.

Cuando al fin lo consiguió tuvo que hacer gran esfuerzo por abrir la puerta. Al atravesarla se encontró en un recinto inmenso. Era similar a La Mezquita que conocía, pero sin vestigios cristianos ni iluminación artificial. Las lámparas quemaban velas y por las paredes se colaba luz blanca del exterior a través de pequeñas aberturas. Las paredes estaban semidesnudas, con tapices de motivos coloridos. Grandes alfombras cubrían el suelo. Aquella segunda Mezquita fue construida quizás en una de las ampliaciones de la original por alguno de los emires de la época o quizás ante la proximidad de la reconquista cristiana por Fernando III de Castilla.

Las únicas personas que veía eran musulmanes, la mayoría en postura de rezo. Si La Mezquita que conocía era una maravilla, aquella, aunque más sobria, tenía también su encanto.

Notó un fuerte golpe en la cabeza que le hizo caer.

Los musulmanes que le encontraron no se explicaban cómo había podido acceder al recinto. Vieron la puerta por la que entró. Les constaba que aquel acceso estaba cegado desde la otra Mezquita.

Las personas de aquel lugar podían salir al exterior por accesos ocultos en las proximidades de La Mezquita y moverse por la ciudad con normalidad.

Cuando despertó no recordaba nada. Tenía un intenso dolor en la cabeza. No sabía quién era ni dónde estaba.

No podían permitir que un extraño revelase su lugar sagrado por lo que decidieron darle periódicamente un brebaje que le producía amnesias temporales. Con el tiempo, conseguirían que su mente olvidase al menos como había llegado hasta allí. Lo adoctrinarían para que fuera uno más de ellos.

Los recuerdos de un mundo distinto emergían en sus sueños. Cuando despertaba y recordaba aquellas imágenes, le producía ansiedad y confusión. Lo hablaba con los demás, pero le quitaban importancia.

Le ocultaban la existencia del mundo exterior por temor a que les delatase. Hasta que no fuese como uno de ellos y con la ayuda de la amnesia inducida no le explicarían que el mundo de sus sueños era real y entonces podría reencontrarse con él.

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Published on e-Stories.org on 22.09.2019.

 
 

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