Jona Umaes

Lorenzo

El cielo comenzaba a desperezarse. La bola de luz se asomaba entre las montañas oscuras, lanzando rayos luminosos que cegaban a los gansos madrugadores. Allí arriba, una leve brisa comenzó a desplazar su nube. El movimiento lo despertó y se incorporó. Se sentó al borde, con los pies colgando, contemplando el espectáculo del nacimiento del nuevo día. El sol ascendía veloz, iluminando la tierra oscura de abajo, dando tonos cálidos a los campos de trigo y cebada que se extendían entre parcelas verdes de cosechas por recolectar. El sol abrió su boca de luz al igual que él, en un gran bostezo. El hambre apremiaba.
 

― ¿Qué hay de desayunar hoy, Lorenzo? Preguntó al sol.

― ¿Qué te apetece?

― Pues, unas tostadas con un poco de ilusión para untar. Estoy un poco falto de ánimo y necesito algo que me haga vibrar.
 

Lorenzo siguió ascendiendo e hizo caso omiso a su petición. Él se quedó esperando y como no tenía nada que echarse a la boca arrancó un trozo de nube de la parte más dulce. Mientras comía, contempló el paisaje en movimiento de abajo. El cielo azul cambiaba por momentos de tonalidad. Clareándose conforme Lorenzo lo bañaba de luz.

Un punto diminuto surgió de la nada. Se hacía poco a poco más grande. Tardó unos instantes en tomar la forma de un caballo, como si de una metamorfosis se tratara. Era un caballo de un azul eléctrico, lleno de helio, que se le habría escapado a algún niño en algún parque de atracciones o feria. Cuando llegó a su altura pegó un brinco se montó en él.

El caballo comenzó a volar hacia abajo por el peso. Nunca había volado. Era una sensación de libertad, como sucede en los sueños, donde puedes ir a toda velocidad o al trote, según te venga en gana. Por el camino de descenso se cruzó con otros globos de diversas formas. La sensación de velocidad era mayor al él bajar y los globos subir. Sintió un poco de vértigo, quizás por la inmensidad de los paisajes que empezaba a vislumbrar entre las nubes bajas y deshilachadas. El contraste de luz entre el mar y la tierra era tal que el fulgor que desprendían las aguas le cegaba, teniendo que guiñar uno de sus ojos y ver con el otro entreabierto.

Las atracciones de un complejo de ocio iban tomando forma. Las personas eran como hormigas diminutas en movimiento y el sonido sinuoso de los carricoches le llegaba como girones de humo. En pocos minutos tomo tierra entre la gente. Se sorprendió que las atracciones no tenían volumen. Eran fotografías llenas de colores y luz, pero quien las hiciera tenía una visión de profundidad sorprendente porque vistas desde cierto ángulo perdían su planicie adquiriendo relieve.

Las personas que había a su alrededor circulaban sin notar su presencia. A unos metros de él un niño lloriqueaba. Su madre le consolaba abrazándole fuerte. Se dirigió hacia a ellos. La mujer, sin embargo, sí podía ver cómo él se acercaba. Su cara le era familiar. Era su propio hijo, pero no le reconocía porque a quien observaba era un hombre con un globo con forma de caballo en su mano. Él sí la reconoció. Tragó saliva y no supo cómo reaccionar. Finalmente le habló como a una desconocida. Con sus miradas cruzadas él le hablaba con extraña familiaridad. Ella veía en sus ojos algo familiar que no acertaba a explicar.
 

― Creo que este globo es de su hijo.

― Sí, pero ¿cómo ha podido cogerlo?

― Eso no importa. Todos tenemos recursos.

 Mira Carlos. Este señor ha recuperado tu globo.

 

El niño se volvió y una tremenda sonrisa inundó su rostro. Se secó las lágrimas con la manga de su jersey.

― Mi caballo…

 

Él se vio como en un espejo con 40 años menos. Se sonrió por dentro viendo cuánto pelo fuerte y brillante tenía. Los ojazos que lucía habían encogido también con los años en relación con el resto del cuerpo. La mirada sin embargo era distinta. Hacía mucho tiempo que habían perdido ese brillo. Quizás el brillo de la ilusión y el vivir sin preocupaciones, sin más tiempo que el presente.

 

― Este caballo tienes que domarlo. No dejes que se te escape otra vez.

― El niño lo tomó y abrazó fuerte para que no se le escapara de nuevo.

― Y tú, ¿cuándo vas a recuperar tu caballo perdido?

 

Se sorprendió de la pregunta. ¿Sabía quién era? No supo contestar.

Se levantó un viento huracanado. Las fotos gigantescas de las atracciones comenzaron a bailar en el aire. Su madre y Carlitos se desvanecieron, al igual que todas las personas del parque de atracciones. Una ventana abierta, en algún lugar, golpeaba enrabietada su marco.

Se despertó sobresaltado. La cortina de su ventana se movía violentamente por el aire de la calle. Se dirigió a la cocina para cerrar la ventana que no paraba de hacer ruido.

Cuando fue al salón a sentarse, observó en la vitrina una foto de su madre cuando era joven. Le tenía cogido de la mano. Al lado de la foto estaba su antigua cámara de fotos, criando polvo. Recordó cómo, años atrás, disfrutaba haciendo fotos a todo lo que le llamara la atención. El tiempo, las preocupaciones y los avatares de la vida le habían privado de su caballo azul.

 

Al final Lorenzo se portó bien con el desayuno, sonrió para sus adentros.

Cogió su cámara, la desempolvó y prometió cuidar y alimentar la pequeña llama que se encendió de nuevo en su interior.

 

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Published on e-Stories.org on 01.09.2019.

 
 

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