Laureano Ramirez Camacho

ENSAYO SOBRE LA VIDA

EL SECRETO DE LA FELICIDAD

 

Pedro G* hizo el servicio militar en 1980, y gracias a esto pudo salir de su pueblo y contemplar otros mundos, conocer otras personas, otras costumbres otras formas de pensar. Luego, cuando acabó su mili y regresó a su terruño, comenzó a experimentar un proceso al que, tras varios años, convino en llamarle “apertura progresiva a la realidad”.

Y Pedro comenzó a reconocer a la gente por lo que son verdaderamente y no por lo que dicen ser. Y Pedro supo que la nobleza es una virtud que hay que reservar, como el buen vino, para las ocasiones especiales, y Pedro conoció de primera mano las consecuencias de la hipocresía, y Pedro concluyó en la insoportable presencia de la falsedad de forma cotidiana.

Con cerca de 24 años consideró que debía aprender a leer y a escribir de manera urgente. El motivo era sencillo: tenía mucho que contar, mucho que decir, y la barra de la taberna no le parecía el lugar más apropiado para ello.

Nuestro protagonista pudo conocer, en su proceso de aprendizaje, a personas mayores, muchas jubiladas por edad (otros por enfermedad). Casi todas tenían motivos para hacer lo que no hicieron de pequeños; las causas eran diferentes en cada caso, pero casi siempre había un común denominador: aprovechar el tiempo para disfrutar de ese don que nos ha sido dado a los humanos (la inteligencia) para nobles finalidades.

Pero Pedro también conoció a gente que, impulsada por otros motivos, también compartían aula y profesores con él. Obviamente eso es lógico; pero no vio tan adecuados ciertos casos, en los que veía reflejado el ejemplo de una frase que, años atrás, oyó decir a un insigne y reconocido artista e intelectual de la zona. Decía “ las cuestiones que son verificadas por el mismo sentido común no admiten, por lo general, controversias en cuanto a su certeza : Solamente el fanatismo y el empecinamiento fundamentado en patologías derivadas de complejos sirven de base a los que las discuten. Por regla general, esa gente no soporta la inferioridad que, en realidad, solo existe en su mente”.

Y Pedro leyó a varios filósofos eminentes, pero a ninguno logró entenderle. Aquellos textos, plagados de divagaciones y conjeturas le superaban en mucho y no eran aptos para su nivel cultural. Pero nuestro protagonista era una persona de férrea voluntad, recta como una espada y templada como el mejor acero. Y los releyó una vez más y diez veces más…. Y, aunque muchos no lo crean, extrajo de su lectura la conclusión que buscaba, la que daba razón a sus principios, la que otorgaba sentido al comportamiento sin sentido de los que adolecen de sentido común y aún así aparentan ser personas inteligentes.

La inteligencia, como luego Pedro descubriría, es solamente una forma de llamarle al sentido común. Así, comenzó a observar comportamientos. Había uno que cuando discutía solía subirse al reposapiés de la barra del bar ya que medía poco más de metro y medio, y elevaba el tono de voz, y ese atrezzo le bastaba para soltar las barbaridades más sinsentido que pudieran imaginarse.

Había otro que siempre recurría a su edad para otorgarle razón a sus argumentos. Otro solía denostar a los demás para darse credibilidad, y cada uno de ellos creía que la verdad y la razón existen, y, por supuesto que ellos estaban en posesión de ellas.

Y Pedro observó como olvidaban los principios, la nobleza y la humanidad cada vez que alguna contrariedad surgía para poner en entredicho lo que afirmaban con rotundidad. Esa gente, componían un conjunto al que denominó “comité de jumentos”. Era asombroso el parecido entre sus miembros, en cuanto a olvidarse del sentido común y acudir a la teatralidad para hacerse pasar por lo que en ningún caso eran.

Pedro fue cumpliendo años, ganando en experiencia y, sabedor de que el secreto de la sabiduría consiste en saber escuchar y aprender de lo que se escucha, y cuando estaba en torno a los cincuenta y cinco años, un médico le anunció que padecía un cáncer de próstata en grado avanzado y que le quedaban no más de seis meses de vida. Y, con la muerte tan cercana, recordó

 

 

una conversación muchos años atrás, en la que cada contertulio exponía lo que haría si supiera con bastante grado de certeza el momento de su muerte. Había opiniones para todos los gustos, unos decían que vivirían cristianamente y procurarían enmendar sus pecados para morir en paz con Dios. Otros afirmaban que comprarían una escopeta y se cargarían a varios que, en su opinión, no merecían vivir. Otros afirmaban que procurarían disfrutar de ese tiempo al máximo, dedicando todos sus recursos a ese fín. Nadie decía que dedicaría ese tiempo a llegar a algunas conclusiones resultantes de sus experiencias en la vida, y que lo haría para bien de los que le sobrevivieran y, de alguna forma, ayudarles a evitar ciertos malos pasos que todos cometemos y que,

 

 

 

por desgracia, nos llevan a lugares donde nunca quisimos estar. Y eso, precisamente, eso, es lo que Pedro decidió hacer ahora que sabía que la muerte se presentaría en pocos meses. Y dedicó todo su tiempo, sus mermantes energías y su concentración a esa finalidad.

“Ensayo sobre la vida” fue el título que estampó en la primera hoja de un cuaderno que compró al efecto. Dedicado a escribir, sin que nada le apremiara, consciente de su importancia y con la mejor de sus caligrafías, dio por iniciado el epílogo de su existencia, el cual dejaría por escrito para quienes quisieran leerlo. Pedro no tenía hijos ni esposa, pero sí un hermano que lo era todo para él.

 

 

 

Siete meses y catorce días después del diagnóstico, Pedro falleció en el hospital. Poco antes de morir, dio el manuscrito a su hermano, al cual nada le dijo sobre el mismo, y le susurró al oído con las pocas fuerzas que le quedaban: “aquí está mi existencia; en estas hojas he volcado mi alma y las palabras están escritas con la sangre que fluye de mi corazón abierto. Leelo y si alguien pudiera beneficiarse de su contenido, no dudes ni un instante en darle la opción de leerlo. Pero conserva el original tú. Ese y mis ahorros son para ti, pero ten por seguro que ese cuaderno vale mucho más que los miles de euros que he ahorrado sin pretenderlo, solamente porque mis aficiones no han sido caras”.

 

 

 

 

Unas semanas después del fallecimiento de Pedro, su hermano Germán leyó el manuscrito. Lo leyó en poco más de doce horas, sin parar ni un segundo. Cuando terminó se dio cuenta que su hermano había muerto consiguiendo lo que pocos logran en vida: comprender la existencia. Y se dio cuenta de su ignorancia supina, y entendió a la perfección algunas incógnitas que le acosaban en su intelecto y para las que no tenía respuestas. Supo leer los comportamientos de los demás.

Principalmente, decidió que iba a intentar imitar a su hermano, y dedicar su tiempo a comprender la existencia humana. Y eso hizo.

Hace unos meses, Germán murió, tuvo un

 

 

 

accidente desgraciado y se golpeó la cabeza. Tenía cincuenta y cinco años, la misma edad que su hermano. Su esposa e hijos, tras su entierro, hallaron dos cuadernos manuscritos en su bureau. Ambos tenían el mismo título “Ensayo sobre la vida” (*).

Ayer, Humberto, el hijo mayor de Germán, me dijo: “ en sus últimos meses de vida, mi padre cambió de forma radical. Ya no era ese que todos conocían por su temperamento sanguíneo y por su obcecación asnal. Era un hombre nuevo, que entendió la vida como un disfrute, que comprendió que ese disfrute depende de uno mismo y de los que nos rodean, y que si todos fuéramos conscientes de ello, no

 

 

 

habría un solo caso de infelicidad en la tierra. Mi tío Pedro, que en mi casa era considerado con un poco raro y anacoreta, paso a llevar el epíteto de eminencia. Algo aprendió de él ”.

Y cuando me quedé solo conmigo mismo, pensé que al menos ahora había otra persona más en el mundo que comprendía el secreto de la felicidad: permitir que los demás sean felices y ayudarles a ello. Así todos podremos ser felices y gozar de nuestra existencia vital.

(*) Yo pienso que todos deberíamos escribir nuestro particular “Ensayo sobre la vida”. Muchos serán normales, otros poseerán un mayor o menor grado de singularidad, otros serán únicos. Pero estoy seguro de que todos ofrecerán enseñanzas útiles al lector. Hay quien afirma que nadie escarmienta en pellejo ajeno, pero yo pienso que aquellos que han sido dotados con el don de la inteligencia, podrían apreciar el carácter pedagógico de las experiencias ajenas.

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Published on e-Stories.org on 10.06.2017.

 
 

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