Vicente Gómez Quiles

EL PASADO TAMBIÉN EXISTE

Evoco olores del pasado. Esa luz despertándonos e inundándolo todo de brillo y alegría. Chapuzones en refrescantes corrientes del Turia. Refulgentes entre los dedos, como lúcidos espejitos mágicamente transportados desde el cielo hasta las manos, cayendo del sol. El Churro, media manga, mangotero pegados como energúmenos piratas del sueño al lomo térreo de la Iglesia. Recoger tiernas hojas de morera. Correr adelantando las horas hacia el bar Frontón. Encontrar a mi abuela horneando pan entre pucheros. Abrazarme a Sultán antes de lamerme la cara. Presenciar mundos imaginarios en polvorientos libros del abuelo, leer sus cartas de amor y que otros antes censuraron. Extraños objetos con alma en la vieja cambra. Trepar troncos, probar las frutas más sabrosas que jamás saboreé en mi vida. La bronca de papá por no dividir en el cuaderno que escondía cromos del Mazinger Z, pero en esta ocasión pilotado por Kõji Kabuto con mi rostro. Recuerdo el dulzor de las sandías, los geranios de la terraza y sobre todo, cómo temblaban mis rodillas si Esperanza se acercaba besándome, clavando sus verdes ojos. 

         ¿Por qué creo navegar en la brevedad del mañana? ¿Busco algún imposible en la distancia? ¿Habitaré lugares que ahora no se me otorgan? Habiendo otras islas en neuronal océano, te hayas ahora como en un cruce de caminos. ¿En qué litoral pío de cariño con mis arrastradas olas sensitivas? Insistes y me devuelves a tu paso errante, el agua embebida desde mis adentros. Como un bucanero de mis propios deseos: tú parte de mi yo, mi fiel instinto, caudal de unas joyas insospechadas. Mientras siempre zozobres ser insaciable del conocimiento, ante mí, rompiéndote hasta la insaciable sed aún ilimitadas. Entre mis ansias  sabré encontrarme aunque no crea demasiado en venideros sueños que de niño no se sueñan.

         Echo de menos, esos años únicos en el pueblo. Enternecedoras reminiscencias emergiendo felices. Rescatándome entusiasmos, fascinando los cinco sentidos, sobre todo ahora cuando lo recuerdo. Permaneciendo solo en la habitación de un sombrío hostal, por cuestiones de trabajo. Lejos, de quienes tanto quiero y tanto he querido. Espaciado irremediablemente de aquellas anécdotas que dejaron plausible huella, profundos momentos imborrables. Me niego con rotundidad si otros afirman que el pasado queda inservible, anclado y gastado en la nostalgia. Desde aquí ratifico, mi derecho a recordar. A sentirme vivo de nuevo recordando. A no dejar nunca de soñar que el pasado también existe en el mañana. Releyendo la dedicatoria de un lugareño, amigo y escritor, llamado Juan Mateu, fallecido hace unos años. Ejemplar que me regaló en el año 2.000 de su novela Memorias de un albañil de pueblo. Dice así: con cariño, considerándolo un colega aventajado en nuestra afición a escribir… Juan, marido de Cora, amiga de mi madre. Tenía un sentido del humor que contagiaba alegría alrededor. A pesar de todo lo que vivió. De tener que verse en la obligación de exiliarse a Toulouse para respirar aires de libertad que por entonces no se respiraban. Tornando al pueblo con su familia, era un lujo escuchar sus historias junto a una mesa del bar Frontón. Él conocía mi ilusión por publicar. Siempre alentó mis tempranas tentativas. Claro que por entonces yo solo era un crío obsesionado como cualquier niño. Aconsejándome, no desfallecer en el intento. Nunca dejes de escribir me decía, si verdaderamente es lo que te gusta. Si realmente es lo que quieres lucha por eso aunque nadie comparta tus ideas. Porque él sabía de mi impetuosa necesidad. Leía mis textos inéditos y luego sonreía añadiendo: algún día lo conseguirás. Pero no llegué a tiempo para decirle que por fin me publicaron. Ahora daría todos esos libros editados míos por volver a escucharle en una de aquellas mesas del bar. Lo ofrecería todo al viento, cambiaría esas palabras impresas para silenciarlas al definitivo olvido. Me siento con la necesidad de contarle, de agradecerle sus ánimos y consejos. Pero no sé cómo hacerlo. Lo único que se me ocurre es aprovechar esta oportunidad para dedicarle un relato a Juan. A mi primer lector y amigo, solo puedo hacerle el homenaje de mis palabras para que las lea más allá de lo comprensible y sabiendo cómo se lo merecía. Porque me siento comprometido con sus lecciones y consejos. Arrastro exvotos y una deuda con el destino.

         Trepando una descomunal reja férrea recuero que recogía las hojas más tiernas de las moreras que habían en el perímetro del colegio. Recuerdo, guardarlas con sumo cuidado dentro de una bolsa. Correr hacia arriba dejando el bar Frontón, las acequias, la plaza principal y el ayuntamiento hasta casa tía Vicentica La Campas. A mi abuela los paisanos la conocían como Vicentica La Campas, por ser familia de los Campos. Uno de mis primos, Antonio Campos, participó en una final olímpica de 3.000 metros obstáculos. En la década de los setenta fue el mejor atleta español en su disciplina. Debía estar en nuestra sangre, porque nos gustaba intentar ganar la batalla al tiempo. La puerta de su casa siempre permanecía abierta; antes no había nadie allanando sin gritar un nombre aunque fuera el asumido apodo. Cualquiera clamaba a viva voz sus intenciones. En esos tiempos idos, ninguno malgastaba el prestigio en malos pensamientos como adueñarse de lo ajeno. Raudo, ascendía de dos en dos los marmóreos peldaños de aquella rectilínea escalera de crecida pendiente a la velocidad de un meteorito. Llegando fugaz hasta la cambra, con respiración encrespada. Accedía sin demora el umbrío y desordenado desván para sacar definitivamente la caja de zapatos con esa tapa agujereada a tijeretazos, depositada en el estante superior. Llevándola dentro como si fuera el cofre de la isla del tesoro. Depositarla metódico sobre una mesa ovalada que cojeaba para extraer aquellos fríos y deformables cuerpos. ¡Con qué esmero limpiaba el interior y los volvía a colocar sobre las hojas nuevas y brillantes! En cuestión de segundos, los gusanos de seda se afianzaban hasta los cantos de las hojas y empezaban casi al unísono a comer sus bordes. Recortándolas sistemáticos tallaban pequeños círculos prácticamente perfectos, como elaborados desde un compás. Similares a esas redondeces que plasmaba atentamente con sinuosa caligrafía sobre los cuadernillos Rubio pasando días en mi cartera. Maletilla que aún recuerdo, con estampaciones de Mazinger Z, lanzando sus puños fuera, peleando contra abominables fuerzas del mal. Cuando los gusanos hicieron sus ovalados capullos, salieron aquellas mariposas blancas y repolludas, copulando mientras juntaban sus traseros y tras colocar centenares de cagañidos huevos amarillos por las diversas caras de la caja, luego éstos oscurecieron en color marrón. Sentí después, ante la plena inactividad, que mi mundo quedó resguardado a una completa indiferencia, porque pasó muy despacio y un año después y al no ver ni un puñetero gusano salir de esos huevos chiquitines; decidí tirar la dichosa caja a la basura. Entonces deduje que los gusanos de seda solo se podían adquirir en la tienda del tío Policía. Su pequeño local aglutinaba miles de disparatados objetos, donde podías exigir lo que fuera, que él sin duda lo encontraba. A veces lo poníamos a prueba con mucha imaginación pero nunca nos charró que no lo tuviera. Ahora sospecho que en su singular tienda, también hallaría allí desde una pata de la cama de la reina Victoria de Inglaterra hasta la testa disecada de un corzo atropellado por un cazador albino. Porque por entonces, tan solo era un zagal crédulo de magias, ignorante a la compleja ley de la oferta y la demanda.

         Tampoco olvido esas interminables tardes de juegos. Aquella peculiar habilidad con la trompa, alzándola por los aires para recogerla con la mano sin que dejara de dar vueltas. Trazar con tiza el suelo de la calle, frente a la iglesia para el tres en raya. El boliche, el churro media manga, la ranita. Cuando jugábamos al escondite los chicos contra las chicas. Y ellas siempre nos ganaban porque nos hacían trampas, pues se escondían todas agrupadas en la casa de alguna. Espiándolas, finalmente terminaban maquillándose y disfrazándose con lo que sacaban del ropero de sus mares. Aquel ancho monopatín de madera que me quitaron después de perforar atobones y partes bajas de las paredes o mi primera bicicleta sencillamente sencilla. Jamás algo tan pequeño me hizo sentirme tan grande. Subiendo una roncha hasta la tienda de las gaseosas y el hijo de la dueña, Bruno, pretendía dejarnos sordos mientras aporreaba con poca vena artística una batería que el negro de los Reyes Magos le había dejado por Navidad. Cuántas veces haciendo los recados, cuarteó la madre de Bruno con una afilada y gruesa guillotina las larguísimas barras de hielo y yo como pude las llevé en el capazo de esos que usaban para recolectar la vid. Dos trozos enormes de hielo para refrigerio, por carecer de congelador y que terminaban en una de las pilas de la cocina. Qué ricas estaban esas zarzaparrillas y limonadas. A veces se creaban mezclando en agua dos sobres.  Mi memoria también acoge esos espléndidos partidillos de fútbol en el polideportivo, donde todo valía y compensaba algún moratón en la rodilla si se ganaba por goleada. Por Semana Santa, las galanas canturreaban y saltaban con las combas mientras los niños corríamos detrás de un enorme balón de cuero, espolvoreando el árido suelo que nos dejaba como cochinos. Terminábamos tan sucios y sudorosos que ni los tábanos se acercaban a picarnos. Nuestras familias aguardaban con meriendas. Sentados en unas piedras, golpeábamos el huevo duro de la mona de pascua sobre la frente de algún despistado. En realidad, era juar como allí se decía, muchos juegos con pocos juguetes. A fin de cuentas, las horas bien compartidas implicarían nuestra mayor riqueza, extraordinaria tradición vivida de un idílico bienestar incosteable. Recuerdo a mi hermana con el hula hoop pinchando sobre aquella vieja gramola una y otra vez la canción de Enrique y Ana. Días después observé, como si fuera una contagiosa epidemia, y de repente nuestras calles quedaban repletas de niñas bailando con diversos aros de colores cantando esa empalagosa cancioncita que a base de insistencia llegó incluso a gustarme. Recuerdo también cuando mis amigos y yo marchábamos al río. Saltar desde el puente destartalado, el mismo puente de barras oxidadas y que teníamos prohibido aunque desobedeciendo las órdenes de nuestros padres, igualmente nos lanzábamos. O cómo éramos empujados fuertemente por la turbulenta e irregular corriente, envueltos entre indómitos remolinos, sorteando enormes y duros bolos que ya conocíamos y reconocíamos dónde se encontraban. Nadando deprisa para alcanzar la orilla. El agua del río Turia estaba tremendamente fría, aunque nos bañáramos durante los meses de verano y el sol achicharrara sin piedad y pudiera prendernos fuera del agua como a unos sencillos mistos. Durante las fiestas de agosto, se escapó un toro gigante y negro, embistiendo el carafals, escabulléndose por un pasillo hueco, perpendicular a la calle de la acequia y justamente fue a parar hasta las orillas del río donde estábamos. Pasamos tanto miedo, que no volvimos al río hasta el verano siguiente. La calle de la acequia tenía un encanto especial. Me gustaba porque todas sus casas tenían un puente de acceso. Imaginábamos batallas medievales y durante las fiestas resultaba típico lanzar a los forasteros elegantemente vestidos, considerarlos intrusos de nuestras inexpugnables fortalezas.

         La añoranza me lleva hasta el cine de verano, a la intemperie, bajo un  inmenso manto de estrellas errantes y fijas. A boca noche, en el interior del bar Frontón existía una pila de sillas de madera plegadas. Cada uno, cogíamos una y arrastrándola, nos colocábamos a nuestro antojo respetando las gruesas líneas blancas pintadas en el suelo que delimitaban el imaginario pasillo. Recuerdo esos murmullos hasta dar comienzo la ansiada película. Durante el cambio de cinta, aprovechábamos para ir al lavabo o sacar el bocadillo envuelto en papel de plata. Comprábamos coca-colas frías en botellas de vidrio y los envases terminaban rulando entre patadas, bolsas de pipas y mantecados que es como llamábamos a los cortes de helado. Los cortes que preparaba la tía Digüis, refundían populares, exitosos. Con cuatro raciones terminaba la barra de los tres sabores: nata, chocolate y vainilla. Nuestra pantalla quedaba en la pared central del frontenis y aquellos altavoces, unos enormes bafles alargados, dispuestos por las esquinas. Entonces nuestros ojos se empapaban de asombro, de misterio, de romanticismo. Comenzaban a involucrarse atónitos, imaginándonos ser el protagonista de esas increíbles historias fantásticas. En uno de esos típicos descansos, recuerdo la risa que nos produjo a todos después de escuchar el comentario del que anunciaba el título de la película próxima. El hombre que proyectaba los royos y publicitaba los films también era enterrador, aguacil, sereno, afilador, daba bandos, además de tener otros seis oficios más. Le apodaban el polifacético. Cuando dijo que la próxima semana proyectaré la película titulada “Las seis esposas de Enrique Vill”. Al escucharlo nos revolvíamos por el suelo a carcajada limpia. Bocallave no sabía por qué nos reíamos y le expliqué que en realidad debió decir: “Las seis esposas de Enrique Octavo”.

         Espe, era la mejor amiga de mi hermana. Prima de mi amigo Pali. Cada vez que la veía enrojecía como un tomate y tartamudeaba farfalloso como una metralleta, sobre todo si ella me hablaba a dos palmos de la cara. Jamás olvidaré esos enormes ojos verdes y enigmáticos de comic mangaka. Su dulzura picarona capaz de enloquecerme, me turbaba. Hacía sentirme en ocasiones un completo estúpido, como un rígido madelman incapaz de poder pensar con claridad. A veces le dejaba mis juguetes, le escribía poemas y cortaba algún arabol escondiéndolo entre sus cosas. Pero Esperanza no mostró nunca interés por mí o tal vez nunca supe conquistarla. De todas formas, éramos muy pipiolos para festear o saber cómo hacerlo. Puede que de tanto querer agradarla, debí ser un pesao, del tipo mosca cojonera. Espe, deseaba ser una famosa cantante. Y alguien como yo, no encajaría en sus planes y es que yo me montaba mis propias películas. Muchas veces jugaba en las escaleras que daban frente a la casa de Los Botijos. La bajada estaba ornamentada con maceteros de barro arrojando floridos geranios. Esa imagen la retengo como una destacada fotografía. Sentadas mi hermana y Espe, vistiendo y desvistiendo muñecas, acariciando a unos gatitos que sobresalían en un cesto de mimbre. Una vez, para disimular, entré en casa de la familia Botijo y pregunté por Botijo que tenía dos años más que yo. La madre me gritó que allí no vivía ningún Botijo y me llevó hasta el baño donde estaban sus dos hermanas pequeñas, Susana y Conchin, desnudas duchándose juntas bajo una torcida geta. Las niñas avergonzadas se taparon con las manos, sorprendido sonreí y la madre me empujó hasta fuera de la casa. Espe, curiosa, se quedó mirando fijamente, desde aquellas escaleras que subían hasta la calle del añejo reloj. Ahora, cuando voy al pueblo, me invade irremediablemente un cúmulo de sensaciones. Donde la realidad parece distorsionada al recuerdo. Fusionándose dos épocas en una misma imagen. También se me hace un nudo en la gola y apenas consigo articular palabra cuando cruzo con algún conocido. La última vez que fui para llevar unos claveles blancos y rojos a mi abuela materna, apenas encontraba fuerzas en el interior. En su nicho hay unas palomas grises talladas y una foto que mirarla me empuja las lágrimas aunque intente no llorar o hacerme el fuerte. Cerca también está enterrado mi amigo Pali. El murió a sus dieciocho años por un accidente de coche. No hacía mucho que tenía el carnet de conducir y marchando de la discoteca con cuatro amigos se salieron de la carretera. En el accidente solo falleció él. Es duro, imaginar todos los años que se ha perdido por un error fatal, por un lapso de mala suerte, dirigiendo un auto. Por querer vivir a veces demasiado deprisa, la vida dura muy poco. Llevo muchos años sin saber de Espe y no sé nada de su paradero. Solo sé, que no es cantante y que aunque no sea escritor, un servidor sigue escribiendo. Porque como dijo mi amigo Juan, a quién le dedico el relato. Si algo te gusta, no dejes de hacerlo.

         La candidez del pasado también retorna con sus olores y formas. Aún puedo percibir esas dulces fragancias saliendo de la panificadora. Aquel aroma flotando a pan recién hecho, monas de pascua imitando cestas y caimanes, cocas saladas de tomate, embutidos, bufones, tortitas de cacahuete con sal gorda, esponjosas magalenas, llescas y rosegones que impregnaban el entorno y como otro experimento de Pavlov, empezaba a generar ácidos en el estómago mientras mi boca quedaba ansiosa, babeando. Desde la ventana del cuarto podía vislumbrar la calle de la iglesia y en frente las habitaciones de la casa del cura quedando junto a la panificadora. Mi habitación tenía una cama enorme, muy alta, donde tenía que saltar para dormir y sentado en una esquina veía mis pies colgando sin rozar el suelo.  Recuerdo controlar la situación como un auténtico espía desde mi ventana. Ver cómo bajaba por la calle Rita La Cantaora, aceoma y gorromina, que portaba una manta sucia llena de cacerolas, peroles, sartenes y otros cachivaches para fregarlos en la acequia. Mi abuela lavaba la ropa desde una pila del terrado con un jabón que parecía un ladrillo pero que dejaba las ropas y sábanas con un olor increíble. También podía divisar a las dos hermanas gemelas que tenían un curioso tic cada una. Una movía la cabeza de derecha a izquierda como si siempre dijera no y la otra su tic era también en la cabeza pero de arriba hacia abajo como si dijera siempre sí. Ellas eran el mundo al revés como unos personajes inéditos del libro de Alicia en el país de las maravillas. Lo cierto es que resultaba un improvisado show verlas juntas, discutiendo entre ellas y la del nunca jamás afirmándole a la otra del siempre que sí que todavía no la convencía. Jamás observé algo tan raro pero como lo vi sé que no es producto de mi imaginación. En la segunda planta de la casa quedaba mi cuarto y bajé a la cocina para contarle algo a mi madre. Cuándo dije que había visto al cura en la cama con una mujer desnuda. Solo conseguí un sonoro cachete. Desde entonces aprendí que sería mejor no meterse con asuntos de la iglesia. Lo peor fue cuando se empeñó mi mare que en secreto de confesión le contara de mi pecado. Si yo no mentía, seguramente se me escapaba algún detalle y repasé de nuevo el catecismo al detalle aunque no encontré el motivo de mi torta y ni de coña iba a confesarle al cura que le había visto hacer unas cosas a una señora. Tal vez por haber tomado recientemente la comunión incluía antes de comulgar, confesar también las actividades del sacerdote. Como castigo me tocó hacer más recados y a la mañana siguiente madrugué para acudir a la lechería. Me fascinaba ir allí, siempre sacaba partido a los castigos, su lado positivo. Sentir esas cálidas imágenes tan vivas me asombraba. En el establo había siete vacas con sus nombres pintados en unas tablas alargadas frente a ellas, donde permanecían atadas contra la pared bajo sus nombres. Aún los recuerdo como si fueran los renos de Santa. Por orden de izquierda a derecha estaban: Dora, Susana, Estrella, Luna, Blanca, Luz y Constanza. Curiosamente la leche de cada una de ellas sabía diferente. El lechero se sentaba en un taburete mientras ordeñaba la elegida. Me dejó probar pero no conseguí sacar ni una gota. Al rato salía con el pozalico metálico hasta los topes, intentando no derramar nada para evitar otro cachete.

         También me encantaban esos sabores provenientes de la tierra. Acariciarla y sentirla en la palma de la mano cayendo granulada y esencial entre mis dedos. Rozar los dorados racimos de moscatel. Saboreando desde la planta aquella riquísima garnacha. Sin duda, me quedo con los días de mercado. Los improvisados puestos en la plaza donde vendían frutas, carnes, pescados, utillajes para el campo, calzados, regalices y ropas. Una de mis tías, vendía pescado que traía desde Valencia. Cuando me veía siempre me daba alguna moneda. Pero en vez de gastarla, la guardaba en una hucha porque quería comprarles una casa a mis padres. Recuerdo los domingos comiendo paella. Quedar triste cuando mataban un conejo, aplastándole las patas mientras le cortaban el cuello y salía disparada su sangre derramándose sobre el platillo de cristal. Por eso solo comía arroz, porque me parecía un sacrilegio y vomitaría si probaba algún trozo de esa carne que antes se movía, retorciéndose desde un sonoro chillido de auxilio. Recuerdo aquellas sandías dulces y enormes que algunas alcanzaban treinta kilos, donde mi cabeza se perdía en el tajo royo y dulce. Dándoles buena cuenta con  desenfrenados bocados que aún no sé como lograba compaginar engullir ansioso y respirar a la vez sin caer redondo y morado por súbita asfixia. Recoger uva y descargarla en el remolque del tractor, desriñonarme ante un aniquilador sol despiadado. Trepar un cerezo y saborear esas deliciosas frutas colgadas. Las suculentas bresquillas o el dulzor de las brevas. Aún no sé porqué la fruta del ayer, me sabe diferente a la fruta actual. Tal vez porque de niño los sabores primeros sean mágicos, o por recogerla directamente sin transportes ni etiquetados. De todas formas, solo sé que cuando rescato mi hendida pisada, vuelvo a sentirme feliz, ayudándome a seguir luchando en estos tiempos que me hace estar lejos del tiempo y del mundo y las gentes que amo. Como lo prometido es deuda. Aunque la distancia material siempre queda y ahora sea imposible físicamente tornar lo transitado. Amigo y colega de nuestra misma afición: la literatura; te dedico estas palabras con gramática del argot pedralbino. Como siempre decías, en este pueblo frontera donde cogemos términos del valenciano, del castellano y del aragonés, componiendo un idioma autóctono. En esa Pedralba de mil amores y encantos, desde donde fusilamos la lengua de Cervantes cada día. Solo puedo transmitirte mi melancolía con palabras del lugar, porque aunque sean como vengan o provengan. Sin duda, salen del buen corazón que nos albergaba. Recuerdo también leer las cartas de mi abuelo que escribió a mi abuela poco antes de morir en la batalla del Jarama. Cartas hermosísimas, dobladas, con tachones, escritas con lapicero azul. Mi abuelo como tú, idealistas seres y republicanos, amantes de la belleza, la libertad y el entusiasmo, seres buenos al margen de políticas y tristes acontecimientos de guerra y postguerra. Seguramente sea afortunado por haber nacido años más tarde, pero aún más afortunado soy y reconozco la enorme fortuna que supone haberos leído. Tanto mi abuelo que nunca conocí como a mi amigo Juan que no está entre nosotros. Desde tus escritos y admirables consejos, Juan. Y cuando mi abuelo preguntaba a Vicentica La Campas, por esa niñita de ojos celestes que cumplía dos meses al quedar huérfana de padre,  resultando ser mi madre. Solo por eso y por todo lo que ignoro, sé que también existe el pasado aunque ya no vuelva y se rescate desde mi recuerdo.     
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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Published on e-Stories.org on 08.06.2014.

 
 

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