Jona Umaes

Kon Ombo

          El barco avanzaba río arriba por el Nilo. John había subido a la cubierta a ver el paisaje. Apoyado en la baranda de proa podía contemplar la caravana de naves ante ellos. Quitando el humo negro de los motores diésel que manchaba el límpido cielo azul del desierto, el paisaje era digno de contemplación. En la ribera del río había chozas y bestias pastando, una escena que quizás no había cambiado en veintidós siglos de historia. El agua estaba salpicada de barcas de pesca de lo más rudimentarias. Tan solo tenía que levantar la vista del verde de las siembras bañadas por las aguas para toparse con la cálida arena del desierto. Pequeñas elevaciones montañosas impedían ver más allá. De cuando en cuando divisaba algún minarete que se erigía sobre las casas de adobe de una sola planta de las pequeñas poblaciones.

          Los altavoces de cubierta emitían música moderna, detalle de la casa para turistas que, por el contrario, deseaban embeberse en la cultura que habían venido a conocer así como sus sonidos. Mientras él contemplaba, ocioso, el paisaje, las gentes del lugar se afanaban en cosechar lo sombreado y pescar para llenar los estómagos. Pensó que bien podía ponerse en el lugar de aquellas pobres gentes, salvando las distancias, cuando veía los grandes cruceros repletos de turistas llegar a su ciudad. Aquellas moles flotantes tan altas como un edificio de diez plantas, tenían todas las comodidades de una pequeña ciudad. De hecho, si no fuera porque bajaban a visitar las ciudades a los que arribaban, bien podían pasar todo el tiempo en el barco, donde no había lugar para el aburrimiento.

—¿Es precioso, verdad? —le dijo su esposa Anne, sacándole de sus pensamientos.
—Has echado una buena siesta, ¿eh?
—Sí, me hacía falta, fue una noche larga.
—Pronto llegaremos a Kon Ombo. El cielo se está poniendo espectacular, el sol desciende rápido. ¿Has visto cuántos barcos? Cualquiera diría que estamos en una autopista fluvial.
—Sí, son muchos y marcan perfectamente la senda del río. No me esperaba esto, la verdad.
—Nos llevan como a un rebaño, todos juntitos y controlados. No quieren que nadie se salga del itinerario. En cierta forma es lógico, si ocurriera alguna desgracia daría mala publicidad y la gente se lo pensaría antes de venir.
—Es una forma de verlo. Yo creo que también es porque son una cultura muy cerrada y no quieren que se metan en sus asuntos. ¿Te has dado cuenta cuando pasamos por aquella ciudad, de camino al templo? No he visto tanta miseria en mi vida. Suciedad, pobreza, desorden, no se veía a ni un solo turista por las calles.
—Sí, estamos en medio de la nada. No son lugares turísticos, esto no es el Cairo. No hay más remedio que pasar por ellos para ir a los templos.

          Cuando llegaron a la ciudad, los barcos se agolpaban en el puerto. Un puerto tan pequeño era imposible que albergara tantas naves, por lo que tenían que echarle ingenio para que cupieran todas. La forma de salvar la falta de espacio era colocar los barcos en paralelo, hasta cinco se veían apilados. Para que los turistas pudieran llegar a tierra tenían que atravesar cada una de las estrechas naves adosadas para facilitar el desembarque.
El barco de John y Anne, aún no había atracado. Esperaba su turno para acoplarse al último que había arribado. En esos momentos, un bloque de cinco barcos hacía la maniobra para alejarse de la orilla y dejar espacio a nuevas naves. Su movimiento lateral era lento. John y Anne observaban su desplazamiento. Les acompañaban numerosos pasajeros apoyados en la baranda del barco, observando el paisaje y lo que quedaba del templo.

—Estos árabes sólo se entienden a voces —dijo John, viendo como hablaban a gritos desde las otras naves y hacían señas para que su barco avanzase, pero este, sin embargo, no se movía.
—Uyuyuy, están girando muy rápido. ¡Nos van a dar! —dijo Anne.
—Como no avancemos seguro que sí. No sé a qué están esperando.

          A los gritos de los árabes en los barcos se sumaron los de los turistas en cubierta, que veían el impacto inminente. Cundió el pánico y el clamor no se hizo esperar. Desde el  bloque de naves que amenazaba la embestida, se desgañitaban para que les dejasen espacio. Muchos con las manos en las cabezas daban ya por hecho lo inevitable. La proa picuda de los cinco barcos fue golpeando, una tras otro, la zona de motores de la nave de John y Anne. En cada sacudida, zarandeaba el barco estático. La pareja no reaccionó a tiempo, y mientras los demás huían hacia el interior del barco, ellos se asieron como pudieron a la baranda para no caer por la borda. Fue inútil. Aguantaron los primeros envites, pero, finalmente, perdieron el equilibrio y cayeron desde una altura de 10 metros al Nilo.

          La caída hizo que se sumergieran unos cuatro metros. La superficie del río estaba convulsa por el movimiento de los barcos y el agua turbia por el hollín de tanta humareda de motores. Inmersos en aquellas aguas, abrieron los ojos, alzando la vista hacia la superficie y conteniendo la respiración. Reflejos de luz teñían de turquesa las ondas que bailaban en el agua. Aquella visión invitaba a continuar sumergidos, aunque dada la situación angustiosa, su único pensamiento no era otro que salir a la superficie.

          Ambos emergieron al unísono, estaban desorientados. Los barcos habían desaparecido. Tan solo divisaban barcazas con pescadores de espalda descubierta. Cuando se giraron hacia el templo no podían creer lo que veían. Lo que desde la cubierta de barco lucía semiderruido, ahora se erigía en todo su esplendor. Ni rastro de las escalinatas ni varaderos de hormigón. El paseo de la orilla era recorrido por una multitud entre las que se encontraban soldados con largas lanzas. A los puestos de ropa que divisaron cuando llegaron al puerto se les unía ahora otros de fruta, especias, artesanía y todo tipo de objetos.

—¿Ves lo que yo? —dijo John, boquiabierto.
—Sí, es todo tan distinto...

          Desde la orilla, algunos lugareños gritaban, haciéndoles señas, para que se aproximaran cuanto antes. Otros, sin mediar palabra, cogieron sus barcas y se dirigieron, sin dilación, a rescatarlos, temiendo que los cocodrilos los hicieran trizas. John, viendo el panorama, le dijo a Anne que nadara todo lo rápido que pudiera. Era evidente que estaban en peligro por la algarabía que se había formado.

          Cuando se toparon con una de las barcas, los cogieron por las ropas mojadas y los alzaron sin contemplaciones al interior. En esos momentos un cocodrilo golpeó la barca, frustrado por la perdida del almuerzo. De camino a la orilla, les llovieron reproches en un lenguaje ininteligible. La pareja se miraba sin saber reaccionar.

          Era evidente que se encontraban en otra época, lo que les llevó a pensar que quizás habían pasado a mejor vida. No tenían forma de comunicarse salvo con el lenguaje de signos. La mayoría era de tez blanca, como ellos. Había muchos de piel oscura, típicamente africanos, pero escasos los tostados como los árabes. Los trasladaron al templo donde, por lógica, se ubicaban las estancias de la administración y guardia de aquella ciudad. Todos observaban a los recién aparecidos como seres extraños. La pareja era de baja estatura en comparación a los habitantes de aquel lugar. Los ventanales del templo estaban vestidos de una especie de cortina de energía azulada. John no cabía en su asombro. Una vez dentro, la incoherencia reinaba allá donde dirigieran la mirada. Teas encendidas en las paredes iluminaban los pasajes y estancias, generando un ambiente cálido y acogedor, al contrario que las plataformas luminosas que salvaban los desniveles y los elevaban a lo largo del recorrido. La joven pareja se miraba incrédula, no era posible aquella tecnología en esa época.

          Al final llegaron a una estancia donde les esperaba quien parecía el regente de aquella ciudad, dado los excesos en su atuendo y ornamentación. Los guardias que los acompañaban los forzaron a inclinarse y tocar el suelo con la frente. Luego los levantaron con la misma desconsideración. Aquel tipo era fornido, de facciones duras y nariz potente.

—¿Quiénes sois? —dijo el del trono, gesticulando a la vez que hablaba en su lengua. —John atajó qué podía haber dicho aquel tipo de corona alta.
—Yo soy John y ella mi mujer Anne —contestó ayudándose con gestos. —Ptolomeo, que así se llamaba el solemne señor, viendo que no entendía nada de lo que le decían, hizo un gesto a uno de sus asistentes para que trajese algo. A los pocos segundos apareció con una lámina de unos dos metros de largo, trasparente y cerco luminoso. La puso a modo de alfombra a los pies de su señor y regresó a su puesto.
—¿Quiénes sois? —Volvió a preguntar— A John le pareció escuchar los mismos sonidos de antes de la boca del rey. Al mismo tiempo que hablaba, palabras en inglés aparecieron en la lámina que acababan de traer. John volvió a presentarse al igual que a su mujer. La lámina no cambió su aspecto hasta pasados unos segundos. Entonces, las palabras escritas fueron sustituidas por escritura jeroglífica. El monarca vio lo que allí había escrito y sonrió mostrando algunos dientes de oro.
—Mi nombre es Ptolomeo, Señor de las tierras de Nubt. Os doy la bienvenida.
—Mira, John ¡Un traductor! —dijo Anne. Al instante, lo que había pronunciado se transcribió a la lengua de los jeroglíficos.

          De esa forma pudieron entablar una conversación gracias a la ayuda del traductor. John quiso saber el origen de aquella tecnología. Ptolomeo les explicó que los señores del cielo vinieron muchos años atrás y convivieron con ellos durante un tiempo. Luego se marcharon, pero les legaron parte de sus conocimientos. No quiso contestar a las preguntas sobre el aspecto que tenían las gentes del cielo y, ante la insistencia de John, el monarca dio por zanjada la entrevista alzando la voz, molesto, y ordenando que se llevarán a los visitantes a sus aposentos.

          Los llevaron a unas estancias de lo más humilde, aunque al menos con ventanas de energía azul que permitían ver el exterior. Cada uno en la suya, para mayor seguridad de que no escaparan, ya que sabían que no irían a ningún lado el uno sin el otro.

          Ptolomeo disimuló a la perfección el interés que despertó en él, Anne. Durante el tiempo que estuvieron hablando, la observó disimuladamente, admirando sus facciones tan distintas de las mujeres de su reino. Pensó que, sin duda, le haría una visita nocturna. Como regente de aquella ciudad tenía plenos poderes y podía regocijarse con cualquier fémina que le llamase la atención. No era de extrañar el gran número de hijos que poseía, su descendencia estaba garantizada. Tan solo algunas privilegiadas tenían trato de favor por ser las favoritas del rey. 

          Dos esclavos llevaron sendas cenas a los invitados. Un guiso de verduras, carne seca y cerveza. Todo un manjar para John y Anne, que devoraron hambrientos a pesar de la mala apariencia. La cerveza, turbia y espesa, nada tenía que ver con la que conocían. Ella le encontró cierto toque dulzón y afrutado.

          Esa noche Anne tardó en dormirse. La cerveza le afectó más de lo que pensaba. Se sentía en las nubes, los ojos se le cerraban del sueño que le pesaba. Soñó con el río y lo que les había sucedido. Se vio nadando en el Nilo, braceando en la superficie. Un cocodrilo se aproximaba a ella sin prisa, sabiendo que era presa fácil. En el último momento, un hipopótamo enorme se interpuso entre ellos. Abrió sus enormes fauces, de colmillos amarillentos, enfrentándose al reptil. Ambos se propinaron sendas dentelladas, del cual salió malparado el agresor, que se alejó frustrado. Entonces, Anne logró subirse al lomo resbaladizo del hipopótamo para ponerse a salvo. Lo abrazó en agradecimiento, lo cual el animal pareció percibir de alguna forma, pese a la mole grasienta de su cuerpo. Como si de un can se tratara, sacó la lengua y comenzó a lamerla. Ella, entre sorprendida y abrumada ante el halago, se excitó sobremanera, ya que no dejó parte alguna de su cuerpo sin saborear. Cerró los ojos y dejó que esa cosa tierna y cálida la lamiese. Su sexo ardía de placer, algo duro la estaba perforando. Sin entender nada de lo que estaba sucediendo, permaneció con los ojos cerrados para sentirlo más plenamente y se dejó llevar hasta el éxtasis.

          A la mañana siguiente, reunieron a la pareja de nuevo y la trasladaron a la entrada del templo, donde el soberano las esperaba con su séquito.

—Cariño, te he echado de menos. Ya no estoy acostumbrado a dormir solo. ¿Has dormido bien? —dijo John.
—Sí, sí. He tenido un sueño extraño con un hipopótamo en el río, pero he dormido del tirón. ¿Y tú?
—Yo fatal. Tuve una pesadilla. Creo que fue la comida, que me sentó mal. Tenía molestia en el estómago.

          Ptolomeo, al verlos llegar, hizo un gesto para que los esclavos les dieran un par de artilugios y se los colocaran detrás de las orejas. A continuación, el rey comenzó a hablar sin más. Él también llevaba uno de esos aparatos en una de sus orejas.

—Quiero mostrarles mi ciudad y algo que nos dejaron los hombres del cielo. Quizás eso les aclare un poco las ideas, o los confunda más —y soltó un estruendo de risa jactanciosa, que su séquito acompañó. Luego, levantó la mano derecha y se hizo el silencio.
—John y Anne habían entendido todo lo que había dicho Ptolomeo. Los aparatos en las orejas funcionaban a las mil maravillas.
—Será un honor para nosotros —contestó John. Tenía la esperanza de que, de alguna forma, la tecnología que poseían los egipcios les ayudaran a volver a su tiempo, si es que aquello era posible.

          Les dieron algunos dátiles y otros frutos, que no lograron identificar, para el desayuno, y partieron en carro tirado por caballos. Durante esa mañana visitaron la ciudad y, de nuevo, les chocó observar instrumentos y objetos de lo más primitivo con otros que no se sabía qué función cumplían, pero que, por su aspecto, chocaba su presencia allí.

          Pasaron las horas y las tripas comenzaron a lamentarse. Era la hora del almuerzo y no habían picado nada desde que partieron. El último de los edificios a donde les llevaron era ciertamente especial. Su estructura era totalmente metálico y se erigía sobre la ciudad. Como en el templo, los ventanales refulgían de azul. Había grabados de jeroglíficos por toda la estructura. Tan solo el soberano y los sacerdotes de la ciudad tenían permiso para acceder al interior. De hecho, la puerta tenía una seguridad de lo más futurista. Una placa metálica esculpida con la forma de una mano era la llave de acceso. Cuando el rey apoyó la palma, ésta se iluminó y la puerta metálica se volvió de un transparente opaco, una especie de cortina gelatinosa que invitaba a ser atravesada. Pasaron al interior únicamente el soberano y la pareja. Después, la puerta volvió a materializarse en barrera infranqueable. Dentro del edificio, luces sin foco aparente iluminaban todo por igual. Atravesaron un pasaje hasta llegar a una puerta que se abrió por sí sola al detectar una presencia.

—Quiero enseñarles algo. Esta urna contiene, como pueden ver, un bloque de granito con inscripciones. En él se relata una historia —John y Anne quedaron expectantes—. Han transcurrido numerosos reinados sin llegar a encontrar un sentido a esas palabras. Creo que el momento ha llegado.
—¿A qué se refiere? —dijo John.
—Ahí se cuenta que, en algún instante de nuestra historia, seríamos visitados por dos seres que aparecerían, sin más, en el río, provenientes del más allá.
—¿Del más allá? —dijo Anne.
—Así es. Creo que se refiere a ustedes.
—Bueno, en cierta forma, venimos de otro mundo, pero es extraño. Tuvimos un accidente. No sabemos si estamos vivos o cual es el motivo de encontrarnos aquí —apostilló John.
—Creo que ya tienen la razón de su presencia.
—Sí, pero no nos ha dicho que función desempeñan esos seres, o sea, nosotros.
—El texto continúa relatando que la visita supondría un punto de inflexión y el futuro de nuestra estirpe quedaría garantizada por siempre.
—Ah, interesante. De repente nos hemos convertido en héroes o algo así. Perdone, pero me da la risa —saltó John.
—No debería bromear con los textos sagrados. Los Dioses fulminan a los escépticos. Queda avisado.

          La pareja se giró para tener un poco de intimidad y hablar en privado. No se percataron de los aparatos en sus orejas y que Ptolomeo les escuchaba igualmente.

—Esto es una locura. ¿De verdad crees en esta sarta de estupideces? —dijo John.
—No, claro que no. Pero tengo miedo. ¿Y si lo que dice es verdad?
—Nooo, pero si ni quiera sabemos si esto es un sueño, estamos en el otro barrio, o qué. Ya me estoy agobiando con tanto Egipto de los cojones. Quiero volver a casa de una vez,  si es que es posible.

          Se giraron, de nuevo, hacia el rey y John habló.

—Disculpe, teníamos que hablar cosas nuestras.
—No se preocupe, lo entiendo.
—De acuerdo. Supongamos que nosotros somos los visitantes, como parece evidente. No sé de qué forma podríamos realizar tal gesta.
—En cierta manera, ya lo han hecho. Su presencia aquí lo constata.
—¡Pero si no hemos hecho nada! —saltó Anne.
—Los designios de los Dioses son insondables —dijo con media sonrisa—. Nuestras creencias se basan en la fe y los escritos sagrados. Ustedes no pueden entenderlo. 
—Todo eso está muy bien, pero le pido, por favor, que nos lleve de vuelva a nuestro mundo. Aquí no encajamos, somos como dos gotas de aceite en el Nilo.
—Se expresa usted muy bien cuando quiere —dijo Ptolomeo, pensando en las vulgares palabras que habían emitido John cuando supuestamente no les escuchaba—. De acuerdo, les diré cómo regresar. Todo está escrito desde hace miles de lunas y sólo a mí me corresponde ejecutar la voluntad de los Dioses. ¿Ven los moldes de esas dos manos en la pared? Corresponden a las suyas. Tan solo han de colocar las diestras en ellos y todo habrá acabado para ustedes.
—¿Quiere decir que volveremos a casa? —dijo John, receloso del sentido que podían tener las palabras que acababa de escuchar.
—¡Adelante! ¡No tienen nada que temer! —rugió el rey.

         Anne y John se posicionaron frente a la pared y colocaron, temblorosos, sus manos en los moldes, tal como les había dicho el rey. Sus dedos se iluminaron y una corriente de luz bañó sus cuerpos.

         Ptolomeo vio con asombro las figuras de la pareja refulgir, hasta cegarlo. A continuación, desaparecieron de su vista como si nunca hubieran existido.

         John y Anne se encontraron de nuevo bajo el agua, mirando hacia la superficie del río. Ascendieron todo lo rápido que pudieron hasta coger el aire adulterado por el humo de los motores. Tosieron más por esta razón que por el hecho de haber tragado agua. Se abrazaron efusivamente al ver los barcos a su alrededor y lo que eso significaba.

         Tras el incidente de la nave, la cual pudo seguir su curso a pesar de los daños, continuaron con su viaje. Aunque recordaban cada detalle de lo que les había ocurrido, no lo comentaron con nadie, fueran a tomarles por locos.

Una vez en casa, tras unas semanas, Anne le comunicó la feliz noticia a John. Estaba embarazada. Todo era alegría en su hogar y desde ese instante se prepararon para la llegada del futuro bebé. El tiempo pareció acelerarse espoleado por el trajín de los preparativos.

         John asistió al parto. Quería darle todo su apoyo a Anne y la agarró fuerte de la mano mientras ésta gritaba con la cara enrojecida, tensionando cada músculo de su cuerpo a causa del esfuerzo. John nunca pensó que un parto pudiera ser tan doloroso, sobre todo para él. Anne le está haciendo trizas la mano que le había tendido. Apretó su mandíbula con furia y rugió con Anne, deseando que terminase aquel suplicio cuanto antes. Ver sus rostros enfrentados y coléricos a causa de sus respectivos dolores, era todo un poema.

         Al fin salió el niño que berreó con tal potencia que casi hace estallar los tímpanos de los presentes.

—¡Madre de Dios bendito! ¡Qué crío más hermoso y fuerte! —dijo la enfermera. Ésta, sin llegar a cortar el cordón que lo unía a la madre, lo puso en el pecho de Anne. Los padres, emocionados y sudorosos, miraban a la criatura que se calmó al escuchar el corazón de Anne.

         Más tarde, en la habitación del hospital, la pareja conversaba.

—¿Te has fijado? Tiene tus ojos —dijo Anne, sin un ápice de convencimiento en lo que decía.
—¿Tú crees? No sé —respondió John, sin mucho entusiasmo.
—¡Mira qué gracioso el antojo en el brazo! Tiene una forma como de hipopótamo, ¿verdad?
—Sí, ja, ja. Es curioso, y por las hechuras se ve un niño bien fuerte —dijo él.
—¡Como su padre!
 

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Published on e-Stories.org on 07.08.2023.

 
 

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